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Castración

Rosa Montero

Hace ahora dos años, Yolanda Cacicedo, neurorradióloga de profesión, dio a luz una niña en la Seguridad Social de Zaragoza. En el último momento, el ginecólogo ordenó una cesárea y dijo que de paso la esterilizaría, a lo que Yolanda se negó rotundamente. Pero, claro está, la anestesiaron. El marido de Yolanda, quizá asustado y confundido, otorgó un consentimiento al que no tenía derecho y, cuando la mujer se despertó, se encontró irreversiblemente recortada y recosida. Cosa que le produjo una depresión de la que aún se está tratando.Puso entonces Yolanda una querella al médico, que fue desestimada; apeló a la Audiencia y también perdió. Llegó hasta el Tribunal Constitucional, ante el que presentó un recurso de amparo que, cómo no, fue rechazado. Ya no le queda más que la Prensa para que, cuando menos, su duelo por la mutilación pueda ser público.

Nada obligaba a hacer la ligadura de trompas en ese instante. Quiero decir que ni su vida ni su salud dependían de esa castración precipitada, como reconoce el auto de la Audiencia al admitir que la operación no resultaba ineludible y que podía haberse diferido a una posterior intervención. Pero aun así rechazan la querella. Consideran los jueces que la mujer ya era mayor (tenía 40 años) y con poca salud para parir. Y, sin embargo, acababa de dar a luz una niña muy sana; como dice Yolanda, podría haber tenido otro hijo al año siguiente, y, en cualquier caso, suyo era el cuerpo, suyos los riesgos, suya la decisión final. Pero el marido, el ginecólogo, los jueces, todos parecieron sentirse dueños y señores de las entrañas de Yolanda. Y es tan honda y ancestral esa tendencia a gobernar la vida de las hembras que, por lo visto, el médico no podía entender que la paciente no le agradeciera sus desvelos. Porque la castraron contra su voluntad, e innecesariamente, pero todo lo hicieron por su bien, naturalmente.

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