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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Un país al borde del infierno

EL ASESINATO en Bogotá de Bernardo Jaramillo, líder de la coalición izquierdista Unión Patriótica, rompe de golpe y trágicamente el ambiente de moderado optimismo que habían propiciado las elecciones municipales y legislativas de hace dos semanas. Colombia es un país dividido en sectores políticos y económicos de gran rivalidad, y ya nada parece capaz de remediar la sangría que desde hace décadas provoca la constancia en el enfrentamiento. Resulta desalentador comprobar cómo día a día se aleja la posibilidad de conseguir una paz estable.Hace escasas fechas los guerrilleros del M-19 decidieron abandonar las armas. Todo indicaba que era el inicio de la ansiada tregua, tamizado exclusivamente por el pesimismo de la razón que sugería el recuerdo de ejemplos anteriores. Un adiós a las armas que se añadía así al de la Unión Patriótica (UP), la rama política de las Fuerzas Armadas Revolucionarias Colombianas (FARC), ocurrido durante la presidencia anterior del conservador Belisario Betancur. No había sido tarea fácil conseguir de todos los guerrilleros de la izquierda la reinserción civil en las condiciones de peligro personal y riesgo físico que ello implicaba; sólo la paciencia y la visión política de los combatientes y de los presidentes Betancur y Barco lo habían facilitado. Lamentablemente, al menos en el caso de la UP, nada ha servido en ningún momento para impedir el exterminio de que han sido víctimas sus miembros, perseguidos desde hace años por la extrema derecha en colaboración con los más bastardos elementos del Ejército de Colombia.

El asesinato de Bernardo Jaramillo, candidato a las elecciones presidenciales del próximo mes de mayo, tiene además motivaciones bastante similares al realizado en 1987 en la figura de Jaime Pardo Leal, su antecesor en el liderazgo y en la candidatura. La eliminación de Jaramillo responde a una guerra particular librada por el Ejército, los oligarcas y la ultraderecha para acabar con un pretendido peligro revolucionario -que los propios guerrilleros, al entregar las armas al Gobierno, han declarado extinguido- y para tomar represalias por antiguas muertes y batallas perdidas. Los militares han demostrado ser singularmente poco respetuosos con el eje de la recuperación pacífica de la democracia en Colombia: la necesidad de una reconciliación que acabe de una vez con la interminable cadena de muertes.

La eliminación física de los izquierdistas no está ligada pues al problema del narcotráfico, por mucho que la ultraderecha colombiana -y, en un primer momento, el propio ministro de Gobierno- lo asegure para lavarse así las manos de los crímenes que ampara. Los narcotraficantes han librado su batalla de sangre contra todo y todos para evitar su propia derrota; sin embargo, su estrategia del terror va dirigida contra el Estado, contra sus dirigentes, contra sus instituciones y contra la población a la que se pretende aterrorizar. Tienen poco interés por los guerrilleros y menos aún por un líder como Jaramillo, que no era muy favorable a las extradiciones de los barones de la droga. El ministro de Gobierno, Carlos Lemos, había acusado hace días a Jaramillo de liderar a un grupo que es el brazo político de las FARC. Por mucho que fuera cierto, eso era tanto como condenarle a muerte en un país en el que las denuncias equivalen a sentencias que son indefectiblemente cumplidas por la extrema derecha. Lo irónico es que las FARC abandonaron la lucha militar hace cinco años; desde entonces, sus miembros han sido sistemáticamente aniquilados.

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Los antiguos guerrilleros del M-19 son más populares que los políticos de UP, y lo demostraron en las elecciones municipales y legislativas de hace 15 días, al situarse como tercera fuerza política del país, con apenas unas semanas de campaña realizada casi sin medios. Pero Bernardo Jaramillo, aunque sin posibilidades en la carrera presidencial, era un nuevo líder carismático y sobre todo con un sueño: construir junto con el M-19 un gran bloque de socialismo democrático que rompiera el bipartidismo tradicional de Colombia y las lacras a él debidas.

"Encabezo la lista de asesinatos", había declarado recientemente a EL PAÍS, porque era consciente de los condicionantes que imponía el origen guerrillero de UP, a la vez que admitía conscientemente los peligros personales que conllevaba. No en vano le habían precedido en su triste destino más de 1.000 compañeros de ideología y de partido. Pero sostenía, con razón, que eso pertenecía a un pasado repudiado ya por los dos antiguos movimientos guerrilleros, empeñados hasta ahora en buscar la alternativa pacífica a la reconstrucción nacional. Su asesinato coloca al país al borde del infierno, un riesgo inmerecido.

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