Algo falla
Hace años, cuando era una joven llena de prejuicios estéticos pre-posmodernos, sentía un íntimo disgusto al ver por las calles de Valencia, a las falleras recién salidas de la peluquería, luciendo en las cabezas, abrumadas por el peso, su barroco peinado erizado de peinetas y aguijones de perlas y esmeraldas, pero vestidas con pantalones vaqueros y zapatillas de deporte, porque todavía no se habían puesto el traje de fiesta. No reparaba. yo entonces en lo emblemático de aquel contraste, que me parecía de una incongruencia obscena. Aunque a prudente distancia, ahora lo saludo, porque creo que por fin lo entiendo.A la ciudad le pasa lo mismo. No abandona su tráfico, ni sus modernas formas de diversión ni el peculiar vanguardismo indígena, pero se traviste y se emperifolla con un cartón piedra generoso en curvas y oropeles. El petardo puntúa la sinfonía del tráfico, que compite con las voces huertanas de las canciones populares. A la suciedad habitual de las calles se suma tina suciedad adventicia, que en la madrugada del día 19 adquiere dimensiones portentosas. Y el monóxido de carbono se mezcla con los humos de aceite frito y de la pólvora. El resultado tiene un alto grado de vitalidad. La diversión está garantizada y la calle se convierte en espectáculo.
Las fallas constituyen el momento en que las contradicciones de la ciudad se evidencian, al agudizarse hasta el paroxismo. Porque Valencia es una ciudad incómoda, ruidosa y sucia, en la que coexisten estratos urbanísticos y culturales antiguos y pautas de comportamiento urbanas y modernas para las que está mal preparada. No es culpa de nadie, pero algo falla.
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