Aroma
Aquí en Valencia, y en estos días, es época de mirar al cielo. A las dos de la tarde en la plaza del Ayuntamiento, y en otras plazas, y en otros rincones, una mezcla de verborreico estruendo y humeante dibujo, llamada mascletà, ahuyenta y amordaza todos los sonidos de esta ciudad. Las miradas sobrevuelan los tejados, la zona urbana más bella y desconocida de esta villa, y sólo cuando el terremoto de pólvora acaba los ojos vuelven a dirigirse al frente.El efluvio de pólvora que desciende como maná del cielo se alía voluptuoso con la fragancia fritosa de buñuelos, la esencia edulcorada de un gran tazón de chocolate y el rezumar de cuerpos apiñados. Por la noches, telarañas de luz tejen el ciclo valenciano y esta vez el estallido y el humo se acompañan de estrellas falsas y verdaderas, abobando el rostro y la mirada, y entume ciendo con el clamor y el aroma, el oído y el olfato.
Pero, lejos del centro, permanece inalterable el aroma bicéfalo del Mediterráneo. Aroma putrefacto unas veces, enternecedor otras, depen diendo del humor del viento. ¿Por qué es éste tan variable en emociones? Y ese Mediterráneo que sigue arrullando porquerías de desagües, unos días, y que otros se convierte en espejo transparente, marca solitario el compás de las olas, permaneciendo impertérrito ante el alboroto de las bandas de música, los bombazos festivos y el contoneo dieciochesco de falleras. Allí, en su arena, muchas pisadas dicen de los que huyeron por miedo, del fragor y del retumbe. Allí, en la arena, una manada de perros callejeros se permite el alejamiento de la fiesta. Ya lo dicen los libros, el perro es el más fiel compañero del mar y de su efímero silencio.
Babelia
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