Parábola de la mujer europea
El 8 de marzo las mujeres del mundo recordamos y celebramos un encuentro con el futuro. Una ocasión oportuna para elegir algunos de nuestros conflictos más presentes y comentarlos en el marco próximo de una actualidad voraz y velocísima. Son los asuntos que, resueltos de uno u otro modo, ampliarán o reducirán las desigualdades entre sexos en los comienzos del próximo milenio.La complejidad de la observación hace imposible una mirada global. Hablar de la lucha por la emancipación en Suráfrica o Etiopía, Latinoamérica o los países árabes sería una ironía si los incluyéramos como partes iguales de una realidad mundial. Sus problemas dramáticos en lo social, lo profesional y lo personal excederían con mucho las pretensiones de cualquier comentario honesto. Es así nuestro futuro -ya casi presente- territorio europeo el que atrae en estos meses la atención más diversa. Y en él, además de los avatares y logros de una parte del continente que se abre paso hacia un espacio más plural, las mujeres de Rusia, Rumania o Polonia incorporan a nuestra inmediata identidad un alto porcentaje de nuevas situaciones dignas de atención. Esas situaciones harán, sin duda, causa común con las que, acumuladas en el Occidente europeo, han sido hasta ahora definitorias del paisaje y la vitalidad feminista del, continente.
La identidad europea, de la que tantos hablan, no podrá construirse esencialmente sin la presencia de las mujeres. No tan solo porque representamos la mayoría de la población (aunque el hecho no puede olvidarse), sino además porque las bases de la cultura común del continente, ese sustrato poseído que nos permitirá el diálogo de iguales en un mundo globalizado y competitivo, debe enriquecerse y sustentarse en buena parte con el alimento proteíco de la esencia y la diferencia de sus mujeres.
Desigualdad sexual
Nadie razonable duda ya de que no será nuestra competitividad productiva en el terreno industrial la que animará un diálogo con las potencias económicas y tecnológicas. En esta perspectiva, el papel de una Europa más igual en sí, dotada de una dinámica social integradora, y con una conciencia de ser imbuida de nuevos conceptos igualatorios que reduzcan hasta su desaparición las políticas de desigualdad sexual, cobra singular importancia.
Ninguno de los supuestos generales así contemplados puede quedar, no obstante, sin confrontar con una realidad cotidiana, en la que se mezclan detalles nimios en apariencia con casos fácilmente ejemplificadores de la diversidad y la unidad. Diversas son las situaciones personales que deberán modificarse con la ayuda de nuevas soluciones estructurales. Pero también diversas las problemáticas sectoriales, profesionales y sociales que envuelven a la mujer en una sociedad de hombres.
Y en esto nos topamos con la realidad más cercana. O lo que es lo mismo, lo que las mujeres españolas aportamos de idéntico y distinto a ese tronco común de la diferencia continental. Lo que ocurre en los pueblos y ciudades del país. Y si la complejidad general es obvia, la diversidad de nuestras situaciones es evidente y la desigualdad padecida nos afecta de manera común a todas. Estoy convencida que, incluso en el caso de las mujeres más afortunadas, profesionales, políticas, empresarias o trabajadoras que con su esfuerzo personal han ganado un espacio en un territorio hasta ahora ocupado por los hombres, su condición les acarreará un sinfín de problemas.
Hemos ganado probablemente en libertad para decidir y conseguido la necesaria emancipación económica. Sin embargo, somos esclavas de nuestro propio ritmo de vida, del miedo a tomar determinadas decisiones (maternidad, pareja, casa, soledad, dependencias afectivas, pérdida de identidad con el resto de las mujeres ... ), de los equilibrios que debemos hacer para armonizar todos los aspectos de nuestra vida.
Situación en el trabajo
La situación es aún peor en lo más bajo del escalafón laboral, cuando el sueldo no es suficiente o cuando el trabajo es aún más duro que las tareas caseras a las que la mujer está además obligada. Y podemos enumerar situaciones más complejas: el paro indefinido, con profesión o sin ella, que se cierne sobre miles de nosotras, con las consecuencias sociales y anímicas de sobra conocidas. En este caso la capacidad para tornar decisiones está aún mucho más reducida. O dependiendo de un hombre económicamente, no siendo muy feliz ni siquiera a ratos y aguantando porque tienes hijos. Se podrían enumerar muchos más casos, sin necesidad de mentar los malos tratos, las humillaciones sexuales, el derecho al aborto... Cada mujer, un mundo. Pero, ¿tenemos todas algo en común?
Es cierto que cada día vamos ganando batallas para ocupar nuestro lugar en distintos ámbitos laborales, políticos, sociales, que en este país hace diez años eran impensables. Es cierto que nos unimos más cuando tenemos que pelear por algo que nos afecta directamente, como el aborto. Es fundamental que nos demos cuenta de que también nos podemos juntar para hablar de asuntos que nos afectan como la cuestión femenina y lo que el feminismo supone de apuesta por una sociedad más ética.
El feminismo como tarea cultural permite la creación de nuevos escenarios de consenso social. No es incompatible nuestra voluntad con el desarrollo, la transformación tecnológica o la construcción de una sociedad de bienestar dotada de mecanismos correctores de las desigualdades. Por el contrario, será el volumen y calidad de la aportación de las mujeres el dato esencial para su existencia. Y, si nuestra participación activa debe ser contemplada irremisiblemente, serán los espacios de lo cotidiano testigos irrefutables de su presencia. Desde la macrogeografía al territorio personal, la emancipación real de las mujeres, todas y cada una, puede señalar la diferencia entre la actual y la futura Europa.
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