Vascos en Santo Domingo
Se dice que Balaguer los ha escondido para evitarse y evitarles males mayores. También hay quien dice que los etarras extraditados a la República Dominicana viven en perpetuo veraneo, invitados en selectas pistas de tenis particulares, con su roncito antes y (después de la partida, en la piel el salobre del Caribe de las playas cercanas al Club Méditerranée, no muy lejos de la instalación turística por excelencia: La Romana. De nuevo los vascos vuelven a ser protagonistas misteriosos de la vida de esta media isla, aunque quizá los actuales exiliados etarras desconozcan a sus inmediatos precursores, y entre ellos al más mitológico: Jesús Galíndez Suárez, asesinado por orden de Trujillo en un día indeterminado del primer trimestre de 1956, después de haber sido secuestrado en plena Quinta Avenida de Nueva York, número 30, el 12 de febrero del mismo año.He repasado mis datos y sus lugares. Antes de dar por terminada mi novela sobre Galíndez he experimentado la necesidad de comprobar por segunda y última vez los detalles ambientales que envolvieron su vida de exiliado en esta isla, entre 1940 y 1946, antes de marcharse a Nueva York, para volver narcotizado y secuestrado en una avioneta particular, fletada por los servicios secretos de Trujillo y sus cómplices del lobby trujillista norteamericano. Me he detenido ante la casa en que vivió en la calle Lovatón, cuando ya consiguió una cierta estabilidad económica como profesor de derecho, asesor sindical y prolífico escribidor de vascongadeces en diferentes publicaciones nacionalistas. También he paseado por el parque donde se reunía con su contacto de la embajada norteamericana, para pasarle información sobre los nazis y los rojos presentes en la República Dominicana, dos piezas de una misma partida de ajedrez a la que jugaba el generalísimo Trujillo. He hablado con gentes que le conocieron, le respetaron o le traicionaron, contribuyendo con su campaña de descrédito a avalar su secuestro y asesinato. Incluso he hablado con Martínez Ubago, hijo del médico exiliado que heredó de Galíndez la jefatura de los nacionalistas vascos en la república, cuando Jesús se marchó a Nueva York según consejo del lehendakari Aguirre y de su lugarteniente en EE UU, Irala. Martínez Ubago hijo vivió la truculenta experiencia de examinar unos cadáveres conservados en formol, por si alguno de ellos era el desaparecido Galíndez. No. Eran patriotas dominicanos que habían participado en un desembarco guerrillero, muertos a balazos o a palos. Un médico forense con visión de futuro los conservó en formol para que algún día dieran testimonio de la barbarie trujillista.
Todo empezó para mí poco después que todo acabara para Jesús Galíndez. Recuerdo que fue en el claustro de la universidad de Barcelona, otoño de 1956, yo tenía 17 años recién cumplidos y en las catacumbas clandestinas se comentaba un escándalo, primera página en la Prensa de EE UU, incluso en Life, que nuestro Trujillo particular nos había ocultado. Un profesor vasco de la universidad de Columbia, representante del PNV en Nueva York y ante el Departamento de Estado, impugnador fracasado del reconocimiento internacional de la dictadura de Franco, había sido secuestrado y había desaparecido entre noticias contradictorias. Los trujillistas dominicanos y yanquis le acusaban de haberse fugado a Moscú a cumplir su verdadera identidad de espía del KGB, y el PNV en el exilio clamaba inútilmente a los cielos más democráticos denunciando un asesinato político que según algunos Trujillo había perpetrado a mano, irritado por las opiniones contra su persona vertidas por Galíndez en su tesis doctoral de Columbia University y futuro libro, La era de Trujillo. A pesar de mis 20 duros de ideología antiimperialista, me pareció prodigioso e inaceptable que en la misma calle donde Gene Kelly había bailado en Un día en Nueva York, en aquella calle nacida para el teclinicolor y el mito, se hubiera producido tan tenebrosa fechoría. Inimaginable que aquel profesor (recuérdese las connotaciones que adquiría la palabra profesor cuando se tenían 17 años en los años cincuenta) pudiera desaparecer, sobre todo si se sostenía que su cuerpo había sido arrojado a los tiburones del Caribe.
Han pasado 30 años y he convivido con Galíndez en la recámara de mi imaginación hasta que, reunidos materiales y seguridades en mi propia escritura, me he decidido a dedicarle una novela en la que Jesús Galíndez se convierte en materia de reflexión sobre la ética de la resistencia, escrita precisamente en tiempos en que está en descrédito la ética de la resistencia. Galíndez fue asesinado por Trujillo, y, temeroso el dictador de los testigos del complicado montaje, fue matándolos uno a uno, sin darse cuenta de que dos de ellos iban a convertirse en el detonador de su propia ejecución. El asesinato del piloto norteamericano Murphy, que trasladó a Galíndez hasta la República Dominicana, echó encima a la opinión democrática estadounidense y con el tiempo le retiró el apoyo de la CIA. El asesinato del oficial dominicano cómplice del piloto Murphy, Octavio de la Maza, trajo como consecuencia que un hermano de De la Maza fuera uno de los urdidores del atentado y la muerte del dictador. Círculo cerrado. Pero como chivo expiatorio original seguía aquel misterioso Jesús Galíndez, madrileño hijo de vasco, mitómano del país de su abuelo, ayudante de Irujo en su Ministerio de Justicia durante la guerra civil, condottiero y conspirador barojiano por todo el Caribe al lado de los Figueres, Muñoz Marin Betencourt.
Ni entro ni salgo en la verdad histórica de Galíndez como nacionalista vasco a ultranza que se convirtió en infórmador del FBI y de la CIA para que el Departamento de Estado favoreciera la razón nacional y democrática de los vascos. Más de un exiliado superviviente me dijo en Nueva York que quien más quien menos, los implicados políticamente, pocos, estuvieron en condiciones de no dar algo a cambio del asilo norteamericano y de la esperanza del retorno de la democracia a España de mano de Estados Unídos. Yo sólo soy un novelista. Los historiadores ya han dicho lo suyo sobre esta faceta de Jesús Galíndez, una más en un prisma humano en el que cada fase contradice y complementa a la inmediata, como suele suceder en los seres humanos expulsados de todos los países, incluso del paraíso de una patria idealizada, aunque ante una concentración de exiliados cubanos en Miami, Cabrera Infante pronunciara una hermosa frase: "No hay éxito mayor quie el del exilio".
Balaguer, el actual presidente dominicano, está ciego. Siempre lo estuvo para lo que no le interesaba ver. Entre otras cosas, el secuestro y el asesinato de Galíndez que negó 100 veces y que condenó al no ser, al destruir buena parte de los archivos secretos de Trujillo. Ahora le reprochan algunos que siga ciego ante estos nuevos vascos que han llegado a sus costas, interesadamente ciego para no complicarse la vida, la historia, su propia ambigua memoria. Tan ambigua que ha ordenado dar el nombre de Galíndez a una calle del ensanche Ozama, junto al río que dio título a la mejor novela sobre el exilio español en el Caribe: Tots tres surten per l'0zama (Los tres salieron por el Ozama), del catalán Riera Llorca. Estuve en la calle dedicada a Galíndez. Él no está allí. Es sólo un rótulo. En cambio cuando miraba al mar, más allá de la barrera del malecón, sí que creí presentirlo como un muerto sin sepultura, bajo las aguas marinas y de la desmemoria. Aunque quizá quede algún recuerdo suyo en la memoria colectiva de los tiburones.
es escritor y periodista.
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