El sueño mediterráneo
Boris, de 26 años, y Elena, de 24, son originarios de Tchilabinsk, en Sibería, una ciudad de más de un millón de habitantes. Él es ingeniero metalúrgico, ella es química. Quieren, junto a sus gemelos de tres años, muy rubios, vivir a orillas del mar. No importa dónde, dicen, siempre que sea cerca de la playa. Tras el frío de Siberia, sueñan con el sol y el Mediterráneo. Elegirán Tel Aviv. Ahí tienen más posibilidades de encontrar un trabajo.¿Por qué Israel? Porque EE UU ha cerrado sus puertas. Se marcharon de la URSS porque les pareció que el futuro de los judíos es bastante sombrío. "Lo percibíamos a nuestro alrededor, en nuestras familias, en casa de nuestros amigos judíos", afirma Elena. "A decir verdad, no estoy segura de que nuestros temores estuviesen justificados, pero ¿para qué correr riesgos?", explica.
Elena es menuda, guapa, rubia, falda escocesa y una blusa elegante. Traduce nuestra, conversación a Boris, grande y de anchas espaldas, la mirada seria, que sólo habla ruso. "Nos interesaba sobre todo abandonar la vida miserable y repugnante que llevábamos allí", explica Elena. Su mirada se ensombrece. La pareja vivía con sus dos hijos en una sola habitación de 14 metros cuadrados que los padres de Elena les habían cedido. "Los unos sobre los otros en el mismo apartamento. La vida se hizo insoportable y sin ninguna esperanza de poder cambiarse en un futuro más o menos próximo", añade.
El modelo occidental
Amigos instalados en Israel desde hace cuatro años les escribieron contándoles que el sistema de vida occidental permitía a quienes tienen un oficio trabajar duro y avanzar rápidamente y, sobre todo, vivir decentemente. "¿Es verdad?", pregunta Elena. En sus grandes ojos azules se lee la inquietud, pero también un pequeño rayo de esperanza.Ilya Krounik, de 26 años, un matemático brillante de Kichinev, en Moldavia, había recibido una invitación de la universidad de Williamsburg, en Virginia (EE UU), para terminar su doctorado. "He optado por Israel", afirma. "¿Es usted sionista?". Ilya, corpulento, con una cabeza redonda de pelo negro y largo, al estilo occidental de los años setenta, se acaricia el mentón y reflexiona durante largo tiempo: "No sé", contesta. La realidad es que está en Israel y pretende instalarse en Beersheva, porque su antiguo profesor de matemáticas, inmigrado a Israel hace algunos años, enseña en esa universidad. "Prefiero terminar mi doctorado bajo su dirección", añade.
Esta oleada de inmigrantes no tiene ilusiones, pero está dispuesta a trabajar sin pérdida de tiempo, incluso a cambiar de oficio. Han huido de una URSS en ebullición, donde las explosiones nacionalistas les han aterrorizado, pero ninguno de ellos había soñado con llegar a Israel. Fuertemente asimilados, ninguno de ellos habla hebreo. El padre de Alex, el matemático, un hombre de 67 años con el pecho lleno de medallas, es un médico retirado. Para estos inmigrantes, ser judío es un pasaporte de salida de la URSS, nada más.
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