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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Corrupción y golfería

UN ALTO cargo cargo socialista rechazaba recientemente, en una conversación privada, el hecho de que la actividad del PSOE en las distintas administraciones públicas estuviese regada de corrupciones. Lo que hay, dijo, son casos excepcionales de golfería. De acuerdo: una cosa es la norma y otra las excepciones. Casos de corrupción o ejemplos de golfería; triste alternativa para un partido centenario que se presentó en la sociedad contemporánea bajo el eslogan de los cien años de honradez. Aunque sólo fuera cierto la mitad de lo que se ha publicado sobre la utilización por el hermano del vicepresidente del Gobierno de los apellidos familiares para realizar lucrativos negocios, ya sería un escándalo considerable. Lo sería como síntoma, incluso si una investigación solvente concluyera que no han existido delitos específicos. Lo sería sobre todo porque muchos cuadros socialistas conocían los negocios de Juan Guerra, y éstos hubieran continuado en la sombra si la opinión pública no los hubiera sacado a la superficie.El portavoz del Grupo Socialista ha expresado su oposición a la creación de una comisión parlamentaria que investigue el asunto, mostrándose en cambio de acuerdo con la iniciativa de canalizar el asunto hacia los tribunales mediante la intervención de la Fiscalía General del Estado, la cual ya ha iniciado diligencias. Es la peor y la más cobarde de las opciones posibles: lo de Juan Guerra es, seguramente, al menos tráfico de influencias, pero esa práctica -más dificil de definir que de hacerse perceptible- no aparece tipificada en ningún código. Luego difícilmente podrá irse muy lejos, con o sin intervención de la fiscalía, por la via jurídico-penal. El asunto es fundamentalmente político -considerando a la ética como un componente de la política-, por más que pudieran aparecer aspectos fronterizos con el derecho penal. Pero las pautas éticas, allí donde no hay regulación legal, deberían estar muy claras entre los gobernantes, los representantes democráticamente-elegidos y sus aledaños.

Hace meses se creó una comisión parlamentaria sobre tráfico de influencias, destinada a dilucidar los aspectos políticos de la cuestión. Su principal conclu sión fue precisamente que había que regular jurídica mente esa figura. De hecho, los socialistas presenta ron una proposición de ley que ampliaba los supues tos de incompatibilidades de altos cargos una vez finalizado su mandato. Sin embargo, el caso de Juan Guerra demuestra que el tráfico de influencias se re fiere a supuestos mucho más amplios que los que pudieran contemplarse en una ley como la propuesta. El tráfico de influencias, la corrupción, la malversación, etcétera, aparecen con fuerza en las decisiones que descansan en la discrecionalidad. Y la vida cotidiana está llena de las mismas; por ejemplo, alguien ha dicho que el 90% de los asuntos urbanísticos sirven para financiar, por la puerta de atrás, a los partidos políticos. Una legislación exhaustiva que considerase toda forma imaginable de mediación ante los poderes públicos provocaría un clima de desconfianza y sos pecha tan generalizado que probablemente paralizaría en la práctica la gestión administrativa. Esta intuición se ve confirmada por la experiencia de otros países, en los que, antes que en la sanción penal, se pone el acento en la adopción de medidas preventivas de transparencia. La utilización de nombres de personajes políticos para favorecer decisiones administrativas tiene que ver con el abuso de poder; pero para que estuviéramos en un supuesto de ese tipo habría de demostrarse que esos personajes estaban al tanto de tal utilización. ¿Conocía las actividades de su hermano aquel que un día denominó a Adolfo Suárez "tahúr del Missisipí"? Si así fuese, el asunto toma otra dimensión más trascendente.

Que sea difícil deducir responsabilidades penales no debe excluir la investigación política, y para eso están las comisiones parlamentarias. Es posible que sectores de la oposición pretendan convertir esa comisión en una tribuna demagógica desde la que acreditar la idea de corrupción generalizada y atacar al sistema. Pero ninguna tribuna tan apropiada para denunciar tal utilización demagógica que el propio Parlamento y sus comisiones.

Entonces, la investigación sobre el caso Juan Guerra no se referiría tanto a los negocios privados de ese ciudadano particular como a la eventual incidencia de su mediación en las resoluciones adoptadas por las administraciones con las que se ha relacionado. En esa perspectiva, el hecho de que durante seis años Juan Guerra haya hecho sus gestiones o negocios, bien por cuenta de su partido, bien en beneficio propio, desde un despacho habilitado para él en una institución pública confiere al asunto perfiles inquietantes. Porque ¿cómo considerar irrelevante el hecho de que el ciudadano particular que telefoneaba a determinados ayuntamientos o ministerios desde una oficina pública era hermano y secretario del vicepresidente del Gobierno? Y ¿cómo hacerse los distraídos sobre el hecho de que durante seis años los dirigentes socialistas andaluces hayan mirado para otra parte ante tan anómala situación? Los socialistas han utilizado aquí un rasero distinto al que se aplicó con Demetrio Madrid, quien presentó su dimisión como presidente de Castilla y León al ser procesado. Ahora ha resultado absuelto sin que ningún militante socialista haya organizado un acto de reconocimiento de su actitud.

Suele decirse que el guerrismo es algo más dificil de definir que de detectar. Si quedase la más mínima duda para los ciudadanos de que el vicepresidente encubrió con su silencio actividades anómalas de su hermano, en adelante cualquier eventual definición de ese concepto deberá tener en cuenta su compatibilidad con la existencia de circuitos paralelos de poder, de vías irregulares de gestión. De contradicción entre lo dicho y lo hecho o lo tolerado. En una palabra, su compatibilidad con prácticas como las que han enriquecido al ciudadano Juan Guerra.

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