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La ley de la barra

Berlineses y rusos, húngaros, checos y polacos habían sumido últimamente los bares del barrio en la confusión babélica. La clientela, con las primeras brechas abiertas en el muro oriental, se había encontrado desnortada, enloquecida la brújula como en noche de farra. Desde hace unos años, sin el reconocimiento expreso de la clientela de los bares, el barrio ha envejecido ostensiblemente. Persiste una juventud de invierno, durante el curso universitario, y una juventud inmigrada de la periferia, durante los fines de semana. Pero el barrio, se reconozca o no en las barras, está habitado en su mayoría por vecinos que sobrellevamos como podemos el fenómeno que la junta municipal del distrito insiste en llamar tercera edad y que en la práctica resulta ser la edad decrépita.En la barra, como es de ley, conviven pacíficamente quienes pueden señalar el lugar exacto en que se desplomó Durruti, quienes suponen que el Arco de la Victoria de que disponemos en el barrio lo erigió en 1982 Tierno Galván, y quienes, en plena lozanía, están convencidos de que dicho monumento es un arco de triunfo romano. Estas discrepancias históricas no impidieron a la clientela de los bares, que se ha considerado siempre, y con motivo, la vanguardia del barrio, caer en el desconcierto a consecuencia de las transformaciones en la Europa oriental, precisamente en un momento en que la clientela, después de no pocas y estentóreas discusiones, se reconocía ya europea.

Este barrio, como otros muchos de la ciudad, tiende al universalismo, al menos desde la pérdida de Cuba. En tiempos más recientes, la proclividad de la clientela a ser el ombligo del universo mundo, que se exacerba conforme a la tercera copa se analiza la situación internacional, sufrió la humillación autonómica. Resultó muy duro compaginar la capitalidad con la cabecera de una comunidad autónoma, cuyas fronteras están marcadas a tiro de honda. Gracias a la integración en Europa pudo reponerse del revés autonómico el espíritu imperial de la clientela. De nuevo el mundo parecía estar razonablemente bien hecho y con apoyo en la geografía podía uno saberse, en esa fase tambaleante de la quinta copa, empadronado en el más grande de los mundos posibles.

Aunque en casi todos los bares del barrio se siga todavía acompañando el gin-tonic con una banderilla de anchoa, pimiento morrón y pepinillo en vinagre, la vocación europeísta ha penetrado hasta los lavabos. Sí todavía no se pagan en ECU las consumiciones será por culpa de la dama Thatcher, a quien la clientela denosta tanto a causa de sus ajamonadas carnes como ensalza a causa de su hombría. Y, de repente, cuando cada uno estaba donde le había correspondido estar, se empiezan a vender en los tenderetes del barrio auténticos pedruscos del muro, bendecidos por el Pontífice durante la audiencia de Gorbachov, y llegan nuevas de que la transición rumana supera con creces en muertos a la transición española.

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En el transcurso de uno de esos copeos antes de la cena, a esa hora en que los otros europeos llevan ya unas horas en la cama, uno de los asiduos definió el problema así:

-Éramos pocos y parió el Este.

El vértigo del milenio sumió en pasmado silencio a los europeos que manteníamos en la barra la centinela de Occidente. Quien más y quien menos, en todos había alumbrado ya la esperanza ecuménica, aunque nadie se atrevía a pronosticar aún cuando podremos viajar a Budapest sólo con el documento nacional de identidad; cuánto costará al presupuesto español la instalación en la Feria del Descubrimiento de los pabellones de Estonia, Letonia y Lituania; cuándo el embajador Walesa trasladará la embajada polaca en Portugal a Fátima. Quizá alarmado por el mutismo de los clientes, el camarero le dio sonido al televisor que nadie miraba. Todos miramos entonces. Ungido por la inmarcesible brutalidad que conlleva la presidencia de Estados Unidos, el presidente Bush y antiguo jefe de la CIA había ordenado a su tropa la invasión de Panamá.

A partir de esa noticia se ha recobrado en los bares del barrio la tradicional sensación de vivir en el peor de los mundos posibles. Pase lo que pase en Europa, así en los próximos meses el partido de Suárez obtenga la mayoría relativa en el Soviet Supremo, Estados Unidos ha restablecido la inveterada costumbre de progresar hacia atrás. Reiterando la sañuda estupidez de sus antecesores, el actual presidente ha ensayado con fuego real los últimos modelos de armas, ha asesinado a civiles y periodistas, ha encarcelado en estadios pinochetistas, ha coceado embajadas, ha corrompido, aterrorizado y despreciado, ha fomentado la delación, para, de paso, restaurar la potestad inquisitorial de entrega del réprobo al brazo secular. Con todo, a la estricta aplicación de la ley de la selva se le ha dotado en el caso panameño de una trama novelesca. La salvajada se justifica en la necesidad de capturar a un antiguo empleado del antiguo jefe de la CIA. Por supuesto que ya no Le Carré, pero ni siquiera el plumífero menos dotado para la narrativa, aceptaría tan burdo argumento. No tiene pies ni cabeza, ni una brizna, de sindéresis, mandar a más de 20.000 soldados a capturar a un traidor. Y, sin embargo, peor sería que fuera verdad.

-Algún antecedente hay, salvando las cifras -precisa en la barra un cliente- Recuerde el que tenga memoria los cientos de guardias civiles que en alguna ocasión movilizó la democracia orgánica a la caza de el Lute.

-Hombre, no es lo mismo -replica uno de los que, por estar la inscripción en latín, cree que el Arco de la Victoria del barrio fue obra del emperador Constantino.

-Exactamente igual, no. Reconozco que aquí los canales más navegables que tenemos son el de Castilla y el Imperial de Aragón, por lo que no parece probable que por ahora desembarquen los yanquis, que, por otra parte, ya desembarcaron mucho antes incluso del asunto Matesa.

La deliberación duró unas cuantas horas más. Llegó el momento de la dolorosa. Era evidente que, al otro lado del océano que separa nuestro barrio de Washington, nos habían cobrado abusivamente en esperanza, en esa obligación de confiar que a todo hombre impone la civilización, y en su correlato, el derecho a equivocarse, que tanto hemos ejercitado por estos bares. Se abonó la cuenta en moneda de curso legal conforme a la ley de la barra, uno de cuyos preceptos prohibe cobrarse en sangre el vino.

Juan García Hortelano es escritor.

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