La gran biblioteca
El proyecto de la gran Biblioteca de Francia (BDF), anunciado por François Mitterrand el 14 de julio de 1988, ha provocado desde entonces las más encendidas controversias. Revistas de tinte izquierdista, como Le Nouvel Observateur o Le Débat, se encuentran entre los más insistentes opositores. Al estilo de la grandeur cultural que ha inspirado numerosas y espectaculares obras arquitectónicas en París durante la década de los ochenta, la nueva BDF aspirará a convertirse en el centro bibliotecario más moderno, más enciclopédico y más accesible del mundo. El gerente del plan es Emile Biasini, célebre por su éxito en la transformación del Gran Louvre, y el arquitecto elegido es Dominique Perrault, autor de un diseño espectacular de cuatro torres, como cuatro ingletes o libros abiertos sobre las esquinas de una extensión ajardinada y casi subterránea. La primera censura a este diseño es que su aspecto final evocaría más los aires de Disneylandia que los de una atmósfera relacionada con la investigación y el conocimiento serio. Pero no es esto todo. Los aspectos formales apenas encubren las contradicciones entre la pretensión de convertirse en la primera biblioteca mundial y los recursos para lograrlo. Las cifras del proyecto son indiscutiblemente ambiciosas (40.000 metros cuadrados de aparcamiento, 180.000 metros cuadrados de construcción, un depósito de reserva en el sótano de 30.000 metros cuadrados, 6.000 plazas para lectores, un presupuesto de 120.000 millones de pesetas), pero sus efusivos números no contribuirían siempre, en opinión de los detractores, a su funcionalidad ni a reflejar su valor intrínseco. La importancia de una biblioteca, arguyen, nunca se mide por el número de sus metros cuadrados de construcción ni por el número de asientos para los visitantes, sino por la cantidad de productos que ofrece. En este caso, su capacidad admitiría en el mejor de los supuestos superar un servicio equivalente a los 30 millones de items con que cuenta la ya existente Biblioteca Nacional (unos seis millones la Biblioteca Nacional española). Frente a ellos, la Biblioteca del Congreso de Washington dispone de 50 millones de items más, y la New York Public Library (agrupación de 82 bibliotecas municipales de préstamo) ofrece 15 millones adicionales de items. Apartando de las comparaciones a las revistas y folletos, o, lo que es lo mismo, limitándose a títulos de libros, los fondos que almacena actualmente la Biblioteca Nacional francesa representan una tercera parte de los que disfruta la Biblioteca del Congreso, dos terceras partes de la New York Public Library y tres cuartas partes de los existentes en la biblioteca de la universidad de Harvard o de la British Library. La ilusión pues, de ocupar el número uno planetario se encuentra negada de antemano. Ciertamente la introducción de los más modernos sistemas de informática e interconexiones telemáticas justifican la empresa de dotar a Francia de un nuevo centro bibliotecario, pero a juicio de no pocos intelectuales habría sido preferible prescindir de las arrogancias que inspiran a este centro omnicomprensivo y favorecer un proyecto más racional de información y consulta general o especializada. Un reparo final que presentan también los futuros usuarios al arquitecto Dominique Perrault es el haber sucumbido, por efectismo, a las tentaciones de la escenografía simbólica y haber dispuesto así en las cuatro torres de cristal el espacio para el depósito de volúmenes (con el peligro de su deterioro por la luz) mientras ha recluido a los lectores en salas emplazadas en el subsuelo. La culminación de las obras se ha previsto para 1995, pero igualmente el escepticismo recae sobre este plazo.
El Media Lab
Si el fax o el microondas doméstico pueden pasar como emblemas de las aportaciones a los años ochenta, la televisión de alta definición (TVAD) puede ser el icono de la próxima década. Esta tele existe ya, y se puede adquirir en los centros comerciales de Tokio. Los japoneses han invertido cerca de 10 años y 200 millones de dólares para poner a punto su sistema de TVAD. En la actualidad, tanto los norteamericanos como los europeos trabajan en un nuevo procedimiento que explote con ventaja las investigaciones más recientes y de la que no han podido valerse sus competidores. Pero no es eso todo. En Boston, en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) funciona un magnífico laboratorio denominado Media Lab, especializado en desarrollar las interconexiones posibles entre los ordenadores, la televisión, el cine, la edición y las personas mismas. Su objetivo es obtener el mayor provecho de los ordenadores con el fin de lograr la mayor personalidad en el uso de los media, especialmente en relación con la televisión. Uno de sus proyectos recientes es el llamado Newspeek, que ofrece la posibilidad a cada individuo de recibir su propio telediario. El televisor es capaz de distinguir visualmente o mediante la voz a su propietario, y, advertido de sus gustos, ofrecerle una selección pormenorizada de las noticias de su interés. En cada momento el amo del aparato se encuentra en condiciones de formular órdenes que serán cumplidas con prontitud por el robot televisivo. A esta propiedad del artefacto sus inventores la llaman expresivamente put that here (pon esto aquí), acentuando el nuevo poder que usufructuará el televidente. En realidad, el Media Lab constituye una caja de sorpresas para un futuro no muy remoto. El Vivarium, uno de su departamentos, trabaja actualmente en lo que profesionalmente llaman "animaciones realistas en tiempo real". Lo que habrá de suponer, por aludir a un caso, que en unos años la tecnología permitirá escenificar mediante hologramas o en la pantalla del televisor toda una pieza de Shakespeare que en ese tiempo se estuviera escribiendo en el teclado de un ordenador.Por otra parte, en los sótanos del MIT el Media Lab tiene instalado un laboratorio de investigación musical que ha dado origen al llamado robot acompañador. Su peculiaridad reside en que en tiempo real se adapta como acompañador musical a la pieza que interpreta un solista. Por el momento el robot no toca otro instrumento que el plano. Pero no un piano cualquiera. El Media Lab posee un Bosendorfer armado de captadores y activadores que registran y restituyen los matices del instrumentista. Personalidades como Pierre Boulez y Óscar Peterson, entre otros, han realizado algunas de sus interpretaciones sobre las teclas, y con ello el ordenador ha copiado sus características, al punto de que es capaz de reproducir los estilos personales del autor en una composición distinta. Para quien desee conocer todos los prodigios en los que se empeña el Media Lab existe un libro con este mismo título, que publicó hace unos meses la editorial Penguin Books de Londres.
Babelia
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