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Imágenes de Saramago

Durante 48 horas, interrumpiendo su actividad en las elecciones municipales portuguesas, José Saramago, el más deslumbrante y repentino narrador portugués de nuestros días, ha estado en Madrid, acudiendo a la llamada de la Asociación Española de Críticos Literarios. Su breve estancia ha dejado la huella de un espíritu sereno, profundamente libre,. traspasado por una realidad que le acosa, y tentado por una fantasía tan equilibrada que todo permanece bajo control. Pronunció su conferencia el día de la muerte de Carlos Barral, a cuya figura empezó dedicando un recuerdo emocionado: "Es una gran pérdida para la cultura peninsular", dijo, "y entiéndase que hablo de cultura más que de geografía".Desde La balsa de piedra (1986) ya conocíamos el profundo iberismo de José Saramago, que combate como un nuevo Unamuno para estrechar los lazos culturales entre España y Portugal, tan próximas como separadas. Liándose la manta a la cabeza, Saramago imaginó que toda la península Ibérica se separaba del continente europeo, que los Pirineos se partían a lo largo y que la enorme balsa de piedra se lanzaba a la deriva por el Atlántico. Sólo una cosa no dijo: ¿qué pasaría entonces con el Mediterráneo, con la cuna de Europa y Occidente, en tan desairada posición? Saramago pensé en Venecia, a punto de sumergirse para siempre. Sólo los holandeses, que tanto saben de luchar contra el mar, podrían salvarla; pero sin Iberia, no se olvide, no hay Mediterráneo.

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Ni Europa tampoco. A finales de octubre pasado, en Estrasburgo, en una reunión internacional, tuvo lugar un coloquio en torno a Saramago, que se indigné irónica y serenamente al conocer el eslogan imaginado para denominar el acto: ¿Es la literatura portuguesa una literatura europea? Los aplausos del público a Saramago desautorizaron a los organizadores del coloquio, que seguían sin saber que Europa se hizo con el concurso de Roma y los bárbaros, y que si Lusitania es Roma, los bárbaros llegan siempre de Estrasburgo.

Todo es sorprendente en el mago Saramago, ese autor casi novel de 67 años que aparenta muchos menos, hombre del pueblo, hijo de una familia humilde que pasó del campo a la ciudad, que no hizo nunca estudios superiores y que fue trabajador manual antes de serlo intelectual. Es un autodidacta repleto de toneladas de lectura, que si bien había publicado algunos textos dispersos en plena juventud -"que no eran buenos", señala-, no se dedicó a escribir en serio hasta 1975, cuando tenía 53 años. El triunfo definitivo le llegó en el decenio de los ochenta, con cinco novelas que se pasean por toda Europa: Alzado del suelo, Memorial del convento, El año de la muerte de Ricardo Reis, La balsa de piedra y El cerco de Lisboa, libros prodigiosos, realistas y fantásticos, barrocos y equilibrados, donde se alían lo épico y lo lírico, y el humor y la ternura lo controlan todo. Y siempre, como su concepción del mundo lo exige, todo lo preside la lucha por la libertad y la justicia, tan olvidada en Occidente estos últimos años.

No es un novelista histórico por una razón muy sencilla, que él mismo señala: "Para mí la historia es ficción, no al revés". Su profundo equilibrio y su aristocracia natural lo impregnan todo. A los críticos nos dijo varias verdades implacables: no se puede ser un crítico "de escuela", sino tener una "comprensión circular" de lo que leen. Esto es, que abominen de todo dogmatismo, que no defiendan ninguna escuela en exclusiva, que sean capaces de apreciarlo todo, hasta lo que pueda oponerse a sus propias convicciones, y sobre todo que escriban para el público, para los lectores, no para los otros críticos. En este sentido, en las dos jornadas posteriores de este III Encuentro con la Crítica Literaria la lección se reafirmó. Casares, Juaristi y Ferrer-Solá hablaron sin autocomplacencia alguna sobre las letras gallegas, vascas y catalanas, y Carmen Martín Gaite encandiló al final a un cuantioso público con una charla prodigiosa sobre la mujer y la literatura.

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