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Tribuna:LA MUERTE DE UN NAVEGANTE
Tribuna
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Faetón ardiente

Ya han terminado, con penitencia y sin excusa, todas las horas veloces, y esa velocidad tan injusta nos acaba de robar la felicidad. La muerte de Carlos Barral resulta tan aplastante que es necesario luchar contra el silencio que se impone, pero que él nunca merecerá. Nos enseñó a leer, después a elegir lo que teníamos que leer, no tanto como un padre cuanto como un hermano mayor, aunque -en mi caso- tan cercano, tan próximo y apremiante a lo largo de los años, que se había convertido en una presencia permanente: toda mi biblioteca está llena de él, de su nombre, tantas veces repetiido en tal tos y tantos lomos y portadas, en sus libros propios y en la legión de ajenos que nos hizo tan propios que para siempre parecerán suyos. Los; libros fueron su vida, los libros son la una, las nuestras, y debieran serlo la de todos.Enarbolar esa bandera en este país nuestro, y sobre todo en aquellos años difíciles de una historia incivil, aunque repleta de figuras que Barral describía, perfilaba como nadie, no es que desembocara en el lamento metropolitano. Era algo imposible y que le acarreó toda suerte de desventuras. Nos queda la sospecha de que también pudo ser más feliz que nadie. Pero este poeta barcelonés y mediterráneo, latino y alemán, capitán de barco, nunca se alejará de nosotros. Quiso escribir -y lo hizo- lentos poemas de hierro, con rigor y con humor, con una extraña sabiduría parsimoniosa y vital. Hace pocos meses publicaba en Andalucía un último texto que se refería a uno de sus primeros, el Diario de "Metropolitano", con todas las notas preparatorias para la elaboración de aquel libro de poernas. Ahora quedamos absortos, pues acabarnos de comprobar que el hierro también se parte.

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Cuando aparecieron sus Años de penitencia, apenas su infancia y, adolescencia y antes de toda indiscreción, la historia de una educación que no. por antisentimental suprimía el sentimiento, nos quedamos asombrados. Aquel poeta y editor tan aristócrata que no admitía más nobleza que la del espíritu y el mar, intransigente en sus gustos, se revelaba como un memorialista fundamental. En realidad siempre lo fue, hasta en su obra poética: lo que sucede es que la literatura tiene su pudor, que es cuestión de forma, y todo lo demás son censuras. Y en la batalla contra las censuras emplearía Barral todas sus energías, todo su dinero, su rabia contenida y hasta su amor al mar. No hay otro pudor que el de la exigencia.

Guerra épica

Los Años sin excusa nos condujeron a la universidad, a la rebeldía, a los primeros años del trabajo poético y a los de aquella guerra épica con la que sorteó exeusas y penitencias para dar a luz a sus lectores y acercarnos a la libertad, a la razón y al arte. No hubo régimen que pudiera oponerse a la calidad de sus empresas, a la brillantez de sus apuestas, a la universalidad de sus maniobras. Sel x Barral se convirtió en un banderín de enganche para los jóvenes lectores de los dos decenios cruciales, el de los años cincuenta y el de los prodigiosos sesenta.

Triunfaba en todas sus empresas -hasta en la casi final Bikilioteca del Fénice-, que al final s,e le escurrían de las manos.

Nunca fue un negociante, y su tremenda exigencia cuando se quedó casi solo en Barral Editores, le llevaría casi a la ruina mientras nos daba a conocer a Witckiewicz, a Bruno Schulz, a Robert Walser -aquella traducción de Jakov von Gunten, de C(arlos) B(arral) Agesta y Juan García Hortelano sería una primera revelación- o a Alfredo Bryce Echenique una y otra vez hasta que todos terminamos por darnos cuenta. Hasta propiciaría que Juan Marsé tradujera a Yukio Mishima -del francés- y Caballero Bonald a Michel Butor. Repartía juego por todos los ángulos del terreno.

Estaba en todas partes, fantaseaba sobre su propia vida en Penúltimos castigos -donde hasta imaginó su propia muerte- y todo lo convertía en novela, esto es en poemas, esto es en esas palabras cruciales para poder seguir leyendo, esto es, viviendo. El tercer capítulo de sus memorias, Cuando las horas veloces, nos sorprendió ya definitivamente por su rigor, su maestría, su ligereza y su extraña densidad. Ahí estaban sus conspiraciones y sus homenajes, los meandros de la política editorial nacional e internacional, o de la política pura y simple, y una meditación sobre la literatura, el paisaje, la historia y el mar. Delante de cada capítulo puso largas estrofas latinas sin indicar procedencia: pocas veces ha gozado más que cuando lo descubrí. Eran fragmentos del mito de Faetón de las Metamorfosis de Ovidio. Aquel joven semidiós que con su carro de fuego fue acosando y rodeando a la Tierra hasta ser a su vez consumido por su propio fuego.

Y ahora pienso que aquello era también premonitorio, puesla vida no hace otra -osa que copiar al arte, y no solamente la vida, sino también la muerte y de manera tan exacta como injusta. Todos los días morirnos un poco más, pero acabo de ver como en un relámpago, en esta hora veloz, la imagen de mi propia muerte, pues se ha mueri 'o esa figura que representaba mi memoria. No sé si tengo otra.

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