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El siglo de las cruces

Lance Morrow, un ensayista de la revista Time, cuenta que 48 intelectuales de todo' el mundo se han reunido en la Boston University para buscar una metáfora que le vaya a la época y más precisamente a este siglo XX. No parece que los 48 se hayan pronunciado de forma categórica. Y es que cuesta calificar un siglo como el que está llegando a su fin.Según Morrow, "edad posmoderna ha sido siempre una descripción vacía, y edad posindustrial es una frase tan interesante como una zona suburbana". "El holocausto", sigue diciendo, "y otras catástrofes del siglo XX sugieren el término posapocalíptico". Pero añade sin ningún optimismo: "Un mundo que va hacia el siglo XXI tiene a veces la afilada intuición de que es preapocalíptico". En esa reunión, Hugh Thomas ha definido la época como un mosaico de fragmentos sin un cemento que los mantenga unidos. Lo cual no pasa de ser una boutade, tanto como lo es el título de este artículo, puesto en recuerdo de las inigualadas matanzas del siglo (nunca tan pocos mataron a tantos para tan poco, podría decirse parafraseando a Winston Churchill).

Traumas de tanta magnitud no desaparecen con la generación que los sufre. Se extienden a las generaciones siguientes como lo hacen las ondas concéntricas del agua donde cayó una piedra. Y aunque esas generaciones no sean conscientes de ello, lo ocurrido influye a través del tiempo en muchas de sus actitudes. No es aventurado decir que el eco de un pasado tan terrible explica tal vez algunas cosas de hoy. Por ejemplo, la falta de credibilidad de una autoridad que tantas veces se equivocó, incumplió sus promesas, se mostró demencial en sus decisiones políticas... El consiguiente pasotismo de unos jóvenes sólo espiritualmente alimentados por el espejismo publicitario y los videoclips, a la hora de un compromiso político que rechazan con asco, parece guiarles el mismo seguro instinto que hace que los animales se alejen, a la larga, de aquellos puntos de caza o pesca donde, generación tras generación, se les viene asesinando a mansalva. Explica tal vez igualmente, en el contexto de nuestras sociedades "plurales y abiertas" (pero bajo la hegemonía de unos pocos), el culto al yo en sus distintas facetas corporales, anímicas, vestimentarias; el olvido o desprecio de unos valores, a menudo traicionados por quienes decían encarnarlos, cuya asunción de buena fe ha supuesto tantas veces la desgracia o la muerte para tantos.

A esta desazón, "malestar de la cultura" o como se le quiera llamar, se une el martilleo de una formidable información que, cuando no es pura y simplemente desinformación (el televisivo Dan Rather, inventándose secuencias enteras de derrotas rojas en Afganistán...), acaba por resultar otro factor de estrés. Además, porque esa información se sirve muchas veces de modo fragmentado, privilegiando la anécdota y no dando al informado unos puntos de referencia que le hagan comprensible la estrecha relación que hay entre la noticia de hoy y lo que pasó ayer, lo que permite las perversiones semánticas más galopantes. Lo viejo y caduco, a menudo ensangrentado, se cubre así con las palabras de lo más nuevo y vivificante. De la misma manera que se llama luchadores de la libertad a los cipayos, surgen ancianas cortesanas proclamándose vírgenes y encallecidos dragones vestidos de Sigfrido.

Sin embargo, y pese a todo ello, el final del siglo da pie a un moderado optimismo que desmiente el agudo Lance Morrow.

Hace muy poco aún se hablaba de no futuro. Pero resulta que ha habido un gran coup de théâtre: los soviéticos, estrangulados por la carrera armamentista, han mostrado el lado blanco de la bandera roja. En las cocinas del Kremlin se ha alzado la tapadera de una olla que hervía con furor. Hay que esperar que no la vuelvan a tapar con brutalidad -por ejemplo, si ciertas naciones de la URSS llaman a la secesión-, lo cual podría tener malas consecuencias para todo el planeta. (No sólo en el Este, por cierto, están los nacionalismos peligrosamente en auge. Embebida todavía en ellos, buena parte de la humanidad no parece recordar el papel mortífero que desempeñaron en el desencadenamiento de las dos guerras mundiales. Se demuestra una vez más que, como decía Aldous Huxley, la lección más importante de la historia es que los hombres no aprendemos demasiado de las lecciones de la historia.) Hay que esperar, decíamos, que no se obstaculice brutalmente la transformación en curso en el Este y que tal parte del mundo dé con una nueva estabilidad. Porque entonces se podría ir hacia un posible entendimiento entre los bloques que se mantenían totalmente opuestos desde Yalt a y, a través de él, a la búsqueda de soluciones en común para los conflictos locales, el Tercer Mundo hambriento, la ecología, el SIDA, la exploración del espacio y hasta la recesión siempre latente. Sólo después del buen encarrilamiento de todo ello se podría empezar a hablar de un cierto fin de la historia que el ombliguista Francis Fukuyama ya ha visto, desde Washington, para ahora mismo.

Víctor Mora es escritor.

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