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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Quien avisa...

EL CALVARIO que desde hace 15 días padece Málaga por causa de las aguas desbordadas recuerda una vez más la tragedia que se abate sobre amplias zonas de España cada vez que las nubes vierten en campos y ciudades unas decenas más de litros de agua por kilómetro cuadrado de lo que es habitual. La misma, por cierto, que se produce en estas mismas zonas cuando, por el contrario, las nubes pasan de largo o dejan de verter el mínino de agua necesario para el riego de los campos o para apagar la sed de sus habitantes.Los fenómenos de la sequía y de la lluvia torrencial constituyen esa meteorológica ducha escocesa con que cíclicamente la naturaleza castiga algunas regiones de España. Pero precisamente porque son episodios predecibles y no irrumpen en forma de cataclismos, como es el caso de un terremoto o la explosión de un volcán, pueden ser dominados si existe voluntad y se cuenta con los medios técnicos necesarios.

El potencial económico y tecnológico de la España de finales del siglo XX debería ser suficiente para acabar de una vez con la imprevisión y la desidia política y administrativa con que históricamente se ha hecho frente a las catástrofes de la naturaleza en suelo español. Sólo en Málaga, las últimas inundaciones han ocasionado ocho víctimas mortales y han causado pérdidas por valor de 22.000 millones de pesetas a un total de 500 empresas. Daños que hay que añadir, sin solución de continuidad, a los ocasionados por falta de agua en los meses precedentes.

En lo que va de siglo Málaga ha sufrido más de 40 inundaciones , y todas ellas en la época otoñal.Y nada menos que 36 graves inundaciones, a más de una por año, se han registrado en España desde comienzos de los años cincuenta. Pues bien, a esta amenaza casi anual no se ha respondido con las elementales obras de infraestructura capaces de evitar o paliar sus efectos. Los ríos y los arroyos malagueños siguen sin estar debidamente encauzados, la red colectora es insuficiente, y todavía el canal de abastecimiento de agua potable a la capital discurre durante varias decenas de kilómetros a cielo abierto, con lo que no es extraño que se inunde y deje a los ciudadanos sin este bien esencial. Las catástrofes españolas se repiten con una cadencia temporal y una coincidencia espacial tan altas que hay un derecho a exigir -como justamente han hecho ahora muchos malagueños- que el conocimiento experimental inspire las medidas políticas y administrativas necesarias para atajarlas.

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Resulta anacrónico -cuando no una broma de dudoso gusto- maldecir los azotes de la naturaleza o los castigos del cielo cuando ambos suelen acudir puntuales a su cita con el litoral casi cada año.

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