Una vida bajo la amenaza
Ignacio Ellacuría se acostuimbró a vivir bajo la amenaza. No era un temerario, tomaba precauciones. En los años más duros, desde el asesinato del arzobispo Romero (1980), vivió casi encerrado en los muros de la UCA (Universidad Centroamericana), de la que fue rector por una década y de donde salía apenas para sus viajes al extranjero y para mantener reuniones políticas. Pero en su modesto despacho de rector nunca el miedo le congeló el pensamiento ni renunció a expresarlo, a sabiendas de que eran muchos los que le buscaban para matarlo.Hace años supo que sólo la negociación podía traer la paz a su país. Fue suficiente para ganarle enemigos a muerte en la derecha más cavernícola, que veía en él a la eminencia gris del FMLN. Pero sus amigos sabían que dedicó muchas horas a discutir con los comandantes guerrilleros, sobre todo con Joaquín Villalobos, del que admiraba su intuición militar, para convencerles de que no era posible la victoria por las armas. Duirante su reciente viaje por España, que abandonó el pasado lunes, expresaba su perplejidad ante la ofensiva lanzada por la guerrilla sobre la capital y su temor de que el ala más militarista hubiera terminado por imponerse, con el tremendo sacrificio que esto iba a suponer para el pueblo.
Debate con D´Aubuisson
Le habían amenazado de rnuerte por enésima vez, pero era capaz de analizar el riesgo con distancia intelectual y creía que su vuelta no era una temeridad. Obsesionado por conseguir una paz justa, quería aportar su propio esfuerzo de racionalidad a un proceso que en las últimas semanas había roto cualquier previsión.
Nunca eludió el debate abierto con sus peores enemigos -compartió mesa con D´Aubuisson en la televisión salvadoreña- ni el trabajo callado con gentes tan dispares como el embajador norteamericano -al que veía con alguna regularidad en los últimos años-, el dirigente democristiano Chávez Mena o el propio presidente Cristiani, del que esperaba que fuera capaz de elaborar una política civilizada.
El Salvador era su patria. Se nacionalizó en 1960 para evitar la expulsión. Pero se sentía también íntimamente vasco. Nacido en Portugalete (Vizcaya), en 1930, a los 17 años ingresó en el seminario jesuita y dos años después viajó a Ecuador y El Salvador, donde cursó Humanidades y Filosofia, para ampliar estudios después en Innsbruck. Intérprete certero de Zubiri, la filosofía era su vocación, aunque la vida le condujo a la teología y la sociología política. En su austeridad extrema, los libros eran su único lujo. Por todo escape, seguia desde la distancia las andanzas del Atlilétic de Bilbao, al que iba a ver, como un forofo pudoroso, cada vez que venía por España.
Su muerte viene a darle la razón cuando decía: "La diferencia entre Nicaragua y el El Salvador es que en el primero de estos países quizá no todo el mundo pueda decir lo que piensa; en el Salvador sí se puede hablar, pero también te pueden matar al cabo de unos días".
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