La Carta Social, condición del mercado único europeo
En los últimos meses, la Carta de Derechos Sociales Fundamentales ha venido polarizando buena parte del interés comunitario. Se ha tejido sobre ella una trama polémica tan extensa que bien pudiera afirmarse que ha dejado de ser una propuesta más de la Comunidad para convertirse en el test definitivo sobre la Europa que se pretende construir. Son muchos los que creen que el desenlace que tenga esta iniciativa del presidente Delors servirá para determinar el alcance del proyecto europeo y, en consecuencia, el nivel de consenso social que logre concitar. La retirada de confianza que el fracaso de la carta provocaría en muchos sectores de la población tendría consecuencias imprevisibles. Convendría tomar en consideración, por ello, las voces que están empezando a reconsiderar su actitud ante el reto del mercado único, si éste no se hace acompañar de una auténtica dimensión social.Estamos ante un asunto lo suficientemente encendido como para que todos nos empleemos más en aplicar el sentido común que en rociarlo de gasolina. Entre la obsesión por impedir que se le cuele el socialismo por la puerta de atrás que manifiesta continuamente Margaret Thatcher y las amenazas de bloquear las medidas aún pendientes del Libro Blanco del mercado interior, hay espacio para argumentar sin poner en peligro el proyecto de unidad más sólido de cuan tos ha vivido el Viejo Continente. Y es fácil esa argumentación dado que este proyecto de Carta Social no significa cambio alguno en los modelos de relaciones sociolaborales de los países comunitarios. Lamento, por tanto, desengañar a quienes, visto el cariz que ha tomado la discusión, hayan llegado a pensar que con la Carta Social se está librando poco menos que la última batalla para la toma de las fortalezas capitalistas. Se, trata de algo mucho menos espectacular, aunque no por ello de poca trascendencia.Con la carta no se impugnan, sino que se ratifican y reafirman los modelos de relaciones laborales europeos, caracterizados por el respeto a una serie de principios básicos (libertad sindical, igualdad de trato, negociación colectiva, protección social, etcétera) que señalan su propia identidad social. No estamos, por tanto, ante un proyecto de ruptura, sino de confirmación. Y conviene dejar claro esto desde el principio, porque haciéndolo así podremos apaciguar el debate y, con independencia de cuáles sean las posiciones qué defienda cada Gobierno, sacarlo del campo estrictamente ideológico. Lo oportuno sería, entonces, preguntarse las razones que explican la necesidad de contar con un cuerpo de derechos sociales fundamentales vigente a escala comunitaria. Dicho de otra forma: si la carta ratifica el modelo social ya existente, qué es lo que justifica su aprobación e implantación comunitaria, y, por tanto, qué es lo que la convierte en relevante en relación a la construcción europea. Se puede contestar de formas distintas y desde diferentes perspectivas. Para no introducir factores ajenos al propio consenso del Acta única, yo preferiría expresarlo en términos relacionados con el objetivo ya acordado: la puesta en vigor de unos derechos sociales básicos que definan el empleo posible en la Europa comunitaria es una condición necesaria para el correcto funcionamiento del mercado único. Como es sabido, la consecución del mercado interior tiene su premisa básica en la libre circulación de los diferentes factores de producción. La actuación comunitaria debe" por tanto, dirigir sus esfuerzos a conseguir que el 1 de enero de 1993, conforme al Acta única, hayan desaparecido las barreras que hoy dificultan, o impiden, la movilidad de las mercancías, los capitales y las personas. Ésta es la razón por la que se vienen aprobando un conjunto de directivas comunitarias tendentes a armonizar las condiciones de la oferta y eliminar los elementos proteccionistas que puedan falsear las normas de la competencia. Son, en definitiva, disposiciones que pretenden establecer las reglas de juego con vistas al funcionamiento del mercado interior.Recetario de medidasLo que ocurre es que, porrazones obvias, el recetario de medidas no puede ser idéntico para cada factor productivo. No es lo mismo tratar de delimitar la cancha para la circulación de mercancías que hacerlo para los capitales, y mucho menos aún definirla con relación a los trabajadores. Entre otras cosas, porque cuando hablamos de libre circulación de mercancías y capitales lo hacemos de forma transitiva, convirtiendo a éstos en objeto directo de la movilidad, en tanto que al referirnos a los trabajadores son ellos los que se convierten en sujetos activos de su propia movilidad. De todos, el proceso de unificación del trabajo es el único que integra un conjunto de valores éticos y para el que la movilidad sólo es un elemento positivo en la medida en que resulte de un proceso de libre decisión y no de factores compulsivos. El desplazamiento de capitales y mercancías, que forma parte de la naturaleza misma del mercado interior, debe actuar de forma coherente con el objetivo de un incremento del bienestar de los ciudadanos europeos. Precisamente por esto, en las conclusiones del Comité Permanente de Empleo, que tuve la oportunidad de presidir el pasado mayo, se patrocinaba el fomento de políticas que incentivaran la movilidad de capitales y la iniciativa empresarial a escala comunitaria, "de modo que sean estos factores los que se desplacen hacia las regiones en que existen recursos humanos sin utilizar, y no al contrario".
Todas estas consideraciones deben estar presentes a la hora de definir las reglas del comportamiento del mercado de trabajo para que, como ha subrayado el informe del Comité Delors para la Unión Económica y Monetaria, "los movimientos de la fuerza de trabajo a gran escala no se conviertan en el principal factor de ajuste" del proceso de integración de los mercados.
Consecuentemente con esto, resulta indiscutible que la actuación comunitaria debe orientarse a impedir que el factor trabajo adquiera un carácter instrumental en el proceso de unificación económica. Y para ello, la Comunidad deberá prevenir un doble peligro: por un lado, que las desventajas ante el reto de la competencia abran un capítulo de emigraciones de trabajadores de los países menos favorecidos a los más desarrollados, y por otro, que se inicie un proceso de desarme social al tratar de obtener en la debilitación de los derechos de los trabajadores las ventajas para una mayor competitividad.
Así las cosas, la libre circulación de trabajadores tiene que contar también con un doble juego de garantías: por un lado, la aplicación sin desmayo de una política de cohesión económica que reduzca, hasta hacerlas desaparecer, las diferencias de renta y desarrollo que marcan la geografía comunitaria, y por otro, el establecimiento de unas normas mínimas que señalen, de forma clara y concreta, el empleo posible en la Europa de los doce. Del equilibrio de estas dos políticas, que, dicho sea de paso, no son impermeables entre sí, dependerá el que las condiciones laborales de los trabajadores europeos puedan armonizarse en el progreso.
La Carta Social funcionaría, pues, dentro de este esquema, como una válvula de seguridad para el correcto funcionamiento del mercado de trabajo. Tendría como misión marcar los límites, para la competitividad del factor trabajo. Actuando fuera de esos límites se quebrantarían las reglas de la competencia y cabría, consecuentemente, hablar de dumping social. Se trataría, en definitiva, de situar el suelo a la altura mínima de circulación; por debajo de él entraríamos de lleno en el territorio de la economía irregular y, por tanto, de la competencia desleal.
El empleo posible en Europa es el que marcan las conquistas de los trabajadores y respalda la cultura política democrática de los países comunitarios. Se trata de un empleo que respeta derechos como los de libre sindicación, negociación colectiva, huelga, información, participación y consulta, protección social, igualdad de trato, formación profesional y salud y seguridad laboral. Identificarlo en el ámbito comunitario y definirlo con un cuadro concreto de aplicación general no es una cuestión menor, sino precisamente una condición necesaria para el funcionamiento del mercado único.'Dumping' socialA veces se dejan oír voces, Pocas, es verdad, que acusan a la Carta Social de ser un proyecto perjudicial para el crecimiento del empleo. La crítica, por extemporánea, pierde de vista el contexto en el que se suscita y la forma en que se formula el proyecto. La carta sólo puede perjudicar el empleo irregular que, por lo ya mencionado, es un empleo ni lícito ni tolerable, desde muchos puntos de vista, incluido el que afecta a la libre competencia.
Cosa distinta es que algunos pretendan estirar el concepto de dumping social y traten de referirlo al proceso de formación de salarios y a la intensidad de la protección social. Se buscaría con ello exportar costes sociales, que corresponden a un determinado nivel de desarrollo, a países que aún no lo han alcanzado. (Las consecuencias serían catastróficas, aunque el reto de la competencia que ofrece el mercado único propicie argumentos de esta especie.) Por eso conviene dejar claro que, establecido el marco cualitativo del empleo mediante la aprobación de unos derechos fundamentales, deben ser los avances en la cohesión económica los que determinen la convergencia en el progreso de los niveles de rentas salariales y de seguridad social. Lo ha dejado claramente expresado el informe del Comité Delors: "No cabe injerencia política alguna por parte de la Comunidad en el proceso autónomo de negociación en la formación de salarios". Entre otras cosas, porque está lejos de ser cierto que los diferentes niveles de costes salariales supongan una distorsión de la competencia en el plano comunitario. Basta cotejar algunos datos publicados en European Economy a partir de fuentes de la Comisión y del Eurostat.
La remuneración por asalariado de los distintos países de la Comunidad oscilaba, en 1987, entre los 23.903 ECU de Dinamarca y los 4.804 de Portugal. España marcaba 13.932 y, por citar otros casos, Italia estaba en 19.407; el Reino Unido, en 14.463; Grecia, en 8.255, y la República Federal de Alemania, en 22.956. Ahora bien, si se relacionan los costes laborales totales con el producto nacional bruto, la panorámica varía radicalmente: para producir 1.000 ECU de PIB, Grecia precisa invertir 764 ECU; Portugal, 650; España, 63 1; Italia, 670; el Reino Unido, 625; la República Federal de Alemania, 611, y Dinamarca, 64 1.
Es decir, los costes laborales son una parte en la determinación de los márgenes de competitividad. Los niveles de capacitación de la fuerza potencial de trabajo, el coste de las materias primas y de la energía, los tipos de interés e impositivos, la dotación de infraestructura, la proximidad de los mercados, la capacidad tecnológica y de comercialización, etcétera, son referencias mucho más significativas al situar las posiciones relativas de cara a la competencia. Hablar entonces de dumping social planteándolo, exclusiva y unilateralmente, desde los niveles de costes laborales, es no sólo una propuesta interesada, sino, además, una propuesta carente de rigor. Por eso decía antes que es el equilibrio entre la cohesión económica y la armonización sociolaboral el que hará posible que las condiciones de vida y de trabajo de los trabajadores europeos converjan en el progreso. Romper ese equilibrio podría hacer que los ajustes en la construcción del mercado único se establecieran sobre el factor trabajo, bien abriendo el camino a amplios movimientos migratorios, bien inaugurando una estrategia de desarme social. Cohesión y Carta Social son, pues, las dos caras de una misma política social comunitaria, que deberá desplegar toda su potencialidad de aquí a 1993. El plazo es lo suficientemente corto como para sembrarlo de batallas interesadas y polémicas estériles. Se trata sólo de empezar a recorrerlo.
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