Pluralismo
y F. LASTRALa década de los setenta alumbró en España la transición a la democracia, sellada en una constitución que a la vez era -y aún sigue siendo- un verdadero programa de reformas sociales, económicas y políticas a desarrollar por una mayoría de progreso.
Este programa de reformas profundas no se ha realizado en la década de los ochenta, que pasará a la historia como el período en que los españoles apostaron fuerte por la estabilidad de una mayoría absoluta, después de una dura travesía que había sufrido el terremoto del 23-F. Como San Francisco, la joven democracia española sobrevivió al terremoto del golpe de Estado, pero el electorado se agarró como un clavo ardiendo a la opción que le pareció entonces más sólida. Por ello, la década de los ochenta, la égida socialista, no ha sido la del cambio, sino la del continuismo con la estabilidad. De ahí la repetición de mayoría absoluta en las elecciones de 1986, aun cuando la política gubernamental no hubiese tenido casi nada que ver con la imagen proyectada en 1982.
La década de los ochenta en España ha expresado en realidad los vientos conservadores que han recorrido el mundo occidental, y que han situado a la empresa (más exactamente, a la empresa multinacional) en el centro de las decisiones económicas fundamentales, relegando al Estado y a lo público a una función subalterna, y a los Gobiernos, a un triste papel de martillo de sindicatos. Ha sido la democracia sin política. Así es como habría que calificar una época en que la política y lo político se han mostrado incapaces de ofrecer una visión global de los procesos sociales y económicos y han sufrido una seria degradación como puntos de referencia moral en la percepción ciudadana.
Sucede que la década de los ochenta ha producido una revolución sociológica, haciendo surgir nuevos grupos y agentes, trastornando los estratos de clases, fragmentando las viejas estructuras societarias hasta afectar a la propia clase trabajadora y creando fuentes de conflicto desconocidas. Se trata de una constelación caótica de fuerzas, intereses y sentimientos imposible de clasificar, que si con algo es incompatible es con la concepción piramidal y cerrada del poder. Porque es todo un hiperpluralismo de papeles sociales el que se ha desencadenado, produciendo la perplejidad y la inseguridad.
La pérdida de identidad de la izquierda ha sido una de las consecuencias de ese proceso y la tentación esquizofrénica de algunos partidos socialistas (el italiano y el español) ha sido, por un lado, alejar al Estado de
la economía y de sus responsabilidades sociales, entregándolas a la decisión autónoma e irrestricta del mercado y frenando el protagonismo de los sindicatos y agentes sociales, y, por otro lado, paradójicamente, reforzar el bunker de las instituciones centrales de decisión política. Así, a los procesos de fragmentación y diferenciación social se responde con la centralización del sistema político, alimentado aquí con mayorías absolutas.
La primera de esas dos políticas -tan decimonónicas por otra parte- obtuvo una seca reacción el 14 de diciembre de 1988. La segunda quizá empiece a encontrar respuesta en la década de los noventa, que, según la propaganda institucional, empieza el 29 de octubre.
En la década de los noventa, el pluralismo y el concepto de poder democráticamente compartido ocuparán un lugar preeminente en la vida política. Entendemos por poder democrático no la posesión de un dominio pétreo que luego se administrará a gusto del gobernante, sino una fórmula de comunicación con la sociedad civil, que, para serlo, requiere de un ejercicio en pie de igualdad y respetuoso con otras opciones y abierto a la diversidad social y política.
Ejemplo paradigmático de ello es el derecho democrático a la libre información. Es lo que ha centrado, por cierto, la más importante polémica producida durante la campaña electoral: la manipulación de RTVE. Hoy, la democracia de las ondas es como la lucha por el sufragio universal del siglo XIX.
En la década de los noventa, la democracia española tiene que pasar a una nueva fase: tras la fase de transición y la fase de estabilidad debe llegarse a la madurez que sólo da el pluralismo y la participación. La superioridad de la legitimidad tiene que sustituir al culto a la fría y equívoca eficacia; la solidaridad y la ética, como valores políticos, al crecimiento macroeconómico a cualquier coste social o ecológico; el pluralismo y la defensa de las minorías, como moral, al empobrecedor monopolio expansivo de¡ poder. Todo un programa para la recuperación y el impulso de la energía creadora y liberadora que siempre ha reivindicado la izquierda.
El pluralismo es, en toda Europa, el signo de los tiempos, lo que puede hacer avanzar la vitalidad política de los países, instituciones y partidos. No sólo pluralismo político, también pluralismo social, como expresión de un mundo tan complejo, tan lleno de incertidumbres que sólo es gobernable por la participación masiva de las ciudadanas y ciudadanos.
El pluralismo y la participación democrática van a ser, pensamos, las ideas vertebradoras de la década de los noventa en España y en Europa. El pluralismo como idea y como ética es, probablemente, lo más integrador que puede desarrollarse como medio de hacer habitable la complejidad y de hacer posibles las profundas reformas que aún están esperando las sociedades tan asombrosamente vitales y diversas, tan estruendosamente injustas e insolidarias, que gozamos y sufrimos.
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