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Tribuna:EL CONFLICTO DE ORIENTE PROXIMO
Tribuna
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Tiempo vital en Palestina

El autor de este artículo defiende la aplicación de sanciones económicas, militares y políticas al Estado de Israel como vía para lograr, antes de que sea otra vez demasiado tarde, una vía de solución para el problema palestino.

Entre diciembre de 1987 y noviembre de 1988, los palestinos han recorrido un larguísimo camino: la intifada, el comienzo del levantamiento popular, y la declaración de independencia de su Estado nacional. El trayecto ha sido marcado por muertes y por decisiones políticas de gran racionalidad. Día tras día, desde la primera piedra lanzada al aire de Cisjordania y Gaza, muertos, heridos y encarcelados han engrosado la leyenda de un pueblo que sólo aspira a vivir libremente en su tierra. Los medios informativos comunican fríamente las bajas y las conciencias bien instaladas son adormecidas por esta contabilidad macabra. ¿Es que no tiene el mismo valor una vida del inframundo del Tercer Mundo que la de un país acomodado? ¿Sería idéntica la respuesta si el escenario de la intifada fuesen las calles de Varsovia o las de Budapest? ¿Acaso serán necesarios nuevos Chatila y Sabra?La demostración palestina de pacifismo tiene un límite: el que media entre la mano que lanza una piedra y la que arroja un cóctel molotov. En Palestina, hoy y ahora, las vidas que se pierden están en muy íntima relación con el tiempo que transcurre. La intifada ha sido, entre otras muchas cosas, un mensaje enviado directamente por los palestinos a su propia dirección política. La OLP, desde su salida de Beirut en 1982 y el penoso Consejo Nacional de 1985, capeaba como podía el temporal de las horas bajas. Ante esta crisis, organizativa y política, los palestinos de Cisjordania y Gaza realizaron lo imprevisto: afirmar su propósito de conquistar la independencia en los territorios bajo ocupación militar israelí desde 1967. En sólo un instante, invalidaron las caducas e injustas intenciones de construir un solo Estado en toda Palestina y olvidaron el utópico eslogan de convertir Oriente Próximo en otro Vietnam. Se limitaron a utilizar las armas de la razón política.

La declaración de independencia de Palestina (noviembre de 1988) era la respuesta lógica a las exigencias de los territorios ocupados y a las demandas de la comunidad internacional: aceptación de los principios de la Carta de la ONU, renuncia a la violencia, reconocimiento implícito del Estado de Israel y aceptación de la Resolución 181 de la Asamblea General de la ONU, que dividía, en 1947, el antiguo mandato británico. Nunca la OLP ofreció tanto a cambio de nada.

Parecía que todo podía encaminarse hacia un final feliz; no inmediato, pero por lo menos realizable. Washington entabla conversaciones en Túnez con la OLP. La Comunidad Europea, primero en Madrid y luego en París, recibe al líder Arafat y se reafirma en su reconocimiento del derecho palestino a la autodeterminación. Los Estados árabes y la mayoría de los no alineados reconocen al nuevo Estado. Moscú se suma a todas las iniciativas, incluidas las europeas, favorables a la convocatoria de una conferencia internacional de paz. Un cúmulo de factores favorables a una solución negociada del conflicto israelo-palestino. Por lo demás, los vientos de la coexistencia pacífica, desde Afganistán hasta Nicaragua, pasando por Angola, hacían presagiar los mejores augurios con las bendiciones de las dos superpotencias.

Desprestigio

Sin embargo, todo lo anterior es irrelevante para Israel. La intifada, la posición negociadora de la OLP, su creciente desprestigio internacional frente a la ascendente popularidad de la causa palestina, no han variado un ápice la ceguera israelí. Su numantinismo le encierra en un aislamiento sin ningún horizonte histórico. Cierto que cada vez son más numerosos aquellos ciudadanos de Israel que comprenden y comparten las aspiraciones palestinas, pero aún no son tantos como para hacer cambiar a sus propios gobernantes. Éstos, desde los laboristas hasta los más fanáticos integristas, sólo conocen el lenguaje de la represión y de la violación continua de los derechos humanos más elementales. En un esfuerzo ridículo han llegado a lo máximo: desempolvar los Acuerdos de Camp David y ofrecer unas elecciones municipales sin ningún tipo de garantías. Ni tan siquiera han incurrido en el egoísmo pragmático de pensar que la fórmula "paz a cambio de tierras" es la única receta que incluye su propia supervivencia y la pacificación duradera en toda la región. Prefiere caer en prácticas terroristas, incluido el secuestro, y aplaudir las atrocidades sirias en Líbano.

Mientras, las vidas palestinas se consumen entre la intifada y la diáspora. El tiempo cobra una dimensión especial, gigantescamente acelerada, para los que deambulan entre la represión incesante y el futuro sin esperanza. Cada día que transcurre es la vida entera de un niño palestino que envejece en 24 horas.

Urge que las opiniones públicas presionen a sus propios gobernantes, para que éstos hagan posibles las resoluciones de la ONU y los deseos de la comunidad internacional. El pueblo palestino lleva décadas reconfortado por una política de gestos y de buenas palabras. Ahora, quizá por última vez en mucho tiempo, necesita hechos y realidades: la apertura de la conferencia de paz o el inicio de conversaciones conducentes a la misma. Nadie ignora que la cerrazón de Israel tendría la vigencia que quisiesen Washington, sobre todo, junto a Moscú y a Bruselas, la capital comunitaria:

La aplicación de sanciones económicas, militares y políticas sería algo más que un mero gesto. Es un paso que debería darse a no más tardar. Las masas palestinas, ahora sensatas y razonables, podrían caer en la desesperación y en tentaciones que alejarían la paz de su destino histórico. Sería el triunfo de los violentos, el regreso a un pasado adornado por los falsos laureles de un heroísmo estéril. Habría sonado la hora de los extremistas de uno y otro bando. Y no es una amenaza, es la constatación de que nadie muere gratuitamente. No puede jugarse indefinidamente con la vida y con el tiempo de los palestinos. La solución ya no está en manos de Israel: está en poder de la opinión pública mundial, de aquella olvidada palabra que se llama solidaridad, y de aquellos Gobiernos que todavía crean que la democracia es algo más que un consumo de objeto interno. Todos los pueblos tienen derecho a vivir libremente: Palestina nunca podrá ser una excepción.

Roberto Mesa es catedrático de la Universidad Complutense de Madrid.

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