Modestos

Pese al aroma de estupidez suprema que desprenden algunos anuncios, la publicidad no es cosa baladí. En realidad es una suerte de espejo de lo que somos o quizá de lo que deseamos ser, un espejo, eso sí, algo grotesco y deformante. Y de la contemplación de su basto y, picado azogue se pueden extraer enjundiosas conclusiones. Véase si no, sin ir más lejos, ese anuncio del coche y la modestia, perla exquisita del catecismo del buen yuppi.No seas modesto, dice el spot, porque lo malo de los modestos es que a veces tienen razones para serlo. No seas modesto y cómprate un coche aparatoso y prepotente, bandera inequívoca de tu triunfo social. La música que se desprende de este anuncio es la canción de nuestros tiempos: ser rico no es malo, ser más rico es aún mejor. La ostentación ya no es un defecto socialmente irritante y moralmente reprochable, sino el justo y público laurel del vencedor. Porque de eso se trata, de vencer. Para que el lujo sea lujo es menester que haya una mayoría de desposeídos que no tenga posibilidades de alcanzarlo. Una muchedumbre de modestos.
Una amnesia repentina nos ha hecho olvidar las viejas enseñanzas sobre la desigualdad de oportunidades, así como la antigua sospecha de que la riqueza excesiva quizá se sustente en el empobrecimiento de los otros. Hoy día, los que no medran y no ostentan son de una modestia poco recomendable. Algo habrán hecho los pobres, o quizá no habrán hecho, para seguir siendo pobres. Algo culpable, risible, despreciable. Aquel que no aspira a ser magnate es un perfecto imbécil, vienen a decir los publicistas.
Es toda una lección de desparpajo moral, un manual de tiburones magistralmente condensado en un spot brevísimo. A veces los anuncios tienen mayor capacidad emblemática que una buena novela. Habrá que acabar admitiendo que la publicidad es un arte perverso, pero es arte.
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