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Civilización autodestructora

Heidegger decía que la consumación de la metafísica realizada por la, modernidad suponía la consumación de Occidente. Hoy podemos decir que la misma civilización técnico-científica que el Occidente ha creado, a lo que dicen, amenaza con consumarse y autodestruirse.La civilización técnico-científica se tta basado, sobre todo, en una instrumentalización de la razón, obligada por los grandes intereses industriales y económicos, y por una justificación anclada en el desarrollo y en la mejora creciente del nivel de vida, medido con los criterios de aumento del producto interno bruto y del consumo.

El éxito social y político del desarrollo así medido ha convertido a las razones y mitos en que se apoyaba en los principios justificativos de las vidas individuales y de los fines de las sociedades occidentales. Interiorizados por todos en la vida cotidiana-la democracia política que se realiza a través de las ofertas de los partidos, dominados si no manipulados en su ideología expresada y en su praxis por los agentes de la civilización técnico industrial, no hace más que repetir una y otra vez, a través del voto, el modelo propuesto.

Incluso, hasta ahora, las posturas críticas intelectuales, o los grupos y partidos políticos que critican el modelo establecido y proponen otros distintos (los verdes ecologistas, las teo-rías del crecimiento cero, las teorías y acciones revolucionarias violentas o no), no hacen más que, en la no admisibilidad mayoritaria de sus propuestas que supondrían drásticas alteraciones de las formas de vida de todos, fortalecer el poder de los grupos y partidos políticos dominantes y -las convicciones de los agentes sociales que son administrados por aquéllos.

En estos últimos tiempos han venido a reforzar las posiciones dominantes y el poder de sus agentes políticos, sociales, económicos e industriales, las desventuras y la degradación de la vida cotidiana y los fracasos económicos de los países del Este (URSS, Polonia, Hungría, Rumanía, Checoslovaquia, Alemania comunista) y de China.

La conclusión más simple e inmediata y a la que difficilmente puede escaparse es la de: "Nosotros, eligiendo este modelo polític-D y económico, teníamos razón. Quizá haya que mejorarlo procurando no destruir demasiado el medio en el que vivimos. Cuidamos la naturaleza y el entorno; pero mantengamos la forma de vida y producción de nuestras sociedades, forma que las otras envidian y desean para ellas". Y no todo en esta conclusión es falso, aunque la conclusión entera tampoco es verdad.

El modelo de desarrollo económico, técnico e industrial de nuestras sociedades occidentales, tal como se ha ido desarrollando desde el siglo XIX y con una increíble aceleración desde el final de la II Guerra Mundial, está llegando, por causa de sus contradicciones internas, de la falta de previsión y planteamientos de futuro y por la carencia de unos principios éticos inmanentes al sistema o sentidos como normas orientadoras por los individuos de las sociedades occidentales, a su consumación total.

Como dice Heidegger, citado por Habermas en otro contexto bien diferente, el mundo occidental de hoy tendrá que decidir "si este final significa la clausura de la historia occidental o el salto a un nuevo comienzo". Se trata de decidir "si a Occídente le queda su historia, o si prefiere hundirse, sumirse en la protección y fomento de los intereses del comercio y de la vida, y conformarse con la apelación o lo hasta aquí acaecido, como si se tratara de lo absoluto". Solamente que en estos párrafos Heidegger se refería a la metafisica, y ahora tenemos que referirnos a si es posible que el actual sistema técnico-económico-industrial de los países occidentales se transforme de tal manera que dé un salto a un nuevo comienzo, antes que la acumulación de degradaciones impuestas a la naturaleza y al hombre por nuestro actual sistema de producción técnico-industrial condene irreversiblemente al envilecimiento, primero, y quizá a la desaparición, después, de la vida vegetal, animal y humana sobre la tierra.

El País Semanal de 24 de septiembre de 1989 enumeraba, quedándose corto, los peligros de la tierra, y éstos eran:

La contaminación de los mares por los residuos en ellos arrojados: el efecto invernadero que supone el progresivo calentamiento de la tierra causado por la capa de gases de dióxido de carbono principalmente, producido por el consumo acelerado del carbón, petróleo y gas natural que nuestra industria, nuestros vehículos y nuestras calefacciones consumen; el agujero en el ozono, el ozono que protege la vida vegetal y animal de la exposición inmediata de los rayos ultravioleta, se está deshaciendo todos los años en la Antártida por el clorofluorocarbono que lanzan nuestros aerosoles, nuestros frigoríficos, nuestros acondicionadores de aire; la desertización de la tierra, por la tala o destrucción mediante el fuego de los bosques y la capa vegetal de la tierra; las catástrofes nucleares, Chernobil; el hambre, a la que pueden apuntarse 40.000 muertos diarios. Y a esta enumeración podrían añadirse el envenenamiento progresivo de nuestras ciudades por la contaminación del aire provocada por coches, calefacciones e industrias sin las depuraciones necesarias; el aumento destructor de los ruidos en las poblaciones, producido por una circulación enloquecedora que incluso en España ha alcanzado ya el punto de saturación; la extensión creciente por campos y caminos de basuras y detritus, muchos de ellos no biodegradables, etcétera.

Todos estos productos de nuestra civilización occidental técnico-industrial han dejado de servir al hombre y a su bienestar para, en alguna de sus manifestaciones, convertirse en su enemigo. La razón de la producción masiva y el consumo creciente se debe a una demanda impulsada por los centros industriales de producción que necesitan crecer año tras año, para escapar precariamente a una muerte que siempre llega, infligida por una competencia más exitosa o por la incapacidad de ulteriores desarrollos.

La vida urbana cotidiana de los ciudadanos de las sociedades occidentales medidas en la trampa del gasto y del consumo, cuántas veces innecesarios, sometida a toda clase de agresiones fisicas y psíquicas, se desarrolla sobre un fondo de ansiedad permanente sin otra compensación que la que proporcionen fugaces horas de ocio, siempre sentidas como las que prometen el mundo utópico en el que siempre se debería vivir, y en el que el que lo dice sabe o no sabe que le están para siempre cerrados los caminos de la huida, porque la agitación sin remedio de la vida moderna se ha hecho ya al ritmo de su propio corazón.

Y los problemas de destrucción y devastación, causados a ritmo creciente por nuestro sistema técnico-industrial, se aceleran, y la amenaza de males peores empieza a ser algo más concreto que un temor pusilánime. Si el domingo El País Semanal enumeraba los peligros de la tierra, el lunes (EL PAIS de 25 de septiembre de 1989) el titular era: El satélite 'Nimbus 7'descubre un nuevo agujero de ozono en la Antártida, y añadía: "El director del programa de aeronomía polar de la Fundación Nacional de la Ciencia de EE UU, John T. Lynch, ha calificado la noticia como algo terrible...".

¿Le queda todavía a Occidente aliento para crearse una meta por encima de sí y de su historia? ¿Podrá escapar y ayudar a escapar a las otras sociedades de este convulso y agitado círculo mortal de producción creciente de aquello que destruye las condiciones de una vida moralmente humana y también ya las condiciones mismas de la vida vegetal, animal y humana sobre el planeta? Las respuestas las han de dar todas nuestras sociedades y los individuos que las forman, utilizando razón, voluntad y coraje como atributos de su última libertad fundamental.

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