Los Idubedas
En la dramática orografía de nuestro suelo peninsular los montes Idubedas desempeñan, con sus cresterías arrogantes y plegadizas, un papel decisivo. En la Crónica general de Florián de Ocampo se habla de un rey llamado Idubeda, tercero de los que gobernaron la España vetusta. Y dice que "por su respecto, llamaron así los antiguos un trecho crecido de tierras o montañas mucho notables. De Asturias se desmembran hacia Aguilar de Campo y Fontibre; pasan, atravesados, cerca de Briviesca; se llaman después, los Montes de Oca; recorren, la cuenca del Tirón y del Oja; forman, no lejos de Ezcaray, el macizo de la Demanda; se hacen después, otras cumbres llamadas Orbión, donde son las fuentes del gran río Duero y entre Agreda y Tarazona, se hace la gran cumbre del Moncayo". El cronista sigue narrando el desarrollo de la orografía del sistema hasta llegar a Tortosa, a CantavieJa y al mar Mediterráneo.Tuve la fortuna de recorrer estos días, con un grupo de amigos, algunos de estos picachos, todavía accesibles paria el todo terreno, sin tener que hollar trochas heladas o cubiertas ya por los madrugadores copos invernizos. La ascensión a la Demanda tiene algo de profundamente emotivo porque las otras piezas del enorme y revuelto mapa montañero se van dibujando poco a poco hasta que el verde mar inatutino de las cumbres rodea con sus rotundas siluetas el entorno del excursionista. Se borran los pueblos escondidos en la hondonada de los valles. Se adivinan los minúsculos cuadrados blancos de las ermitas cimeras. Allí detrás la sierra de Cantabria protege con su paredón el correr del Ebro riojario. El cerro de San Lorenzo domina la altura, no lejos de la Cogulla y frente al San Millán y al Trigazas. Por el Este corre el desfile de los picos hacia el hocico levantado del Urbión. El monte Cayó, final, asienta su coroza solemne albergando en sus cuevas leyendas del Caco robador de ganados.
El cierzo de la altura azota, en el todavía calendario veraniego, el rostro y las manos con el filo navajero de un noreste implacable. Allá abajo, en la oscura ribera de las ríos, la Virgen de Valvanera y tres o cuatro valles sucesivos señalan sus lejanas estrías azuladas al pie del monumental macizo. No se ven los corzos ni los jabalíes, que al parecer abundan, pero sí las águilas y otras grandes rapaces que parecen ajustar su vuelo majestuoso y lento a la sinfonía del paisaje que otean desde arriba. El sol brilla ya a las diez de la mañana en todo su esplendor luminoso, aunque no térmico. En un hoyo aparece el pueblo de Canales, rico en tradiciones, y más abajo un valle abrigado que se llamaba antaño el real valle de Valdelaguna, cuyos habitantes gozaban en su totalidad de la condición de hidalgos. Así lo manifiestan gran parte de sus antiguas casas de piedra rojiza, exornadas con pequeños escudos que proclaman aquel privilegio con labras heráldicas de una notable sencillez.
Este valle tiene cuatro núcleos urbanos en su protegido recinto, y los alcaldes se turnan cada año en la rectoría municipal del conjunto. La mancomunidad conserva su ledanía con límites bien precisos. Es un rincón defendido de los vientos del Norte, y junto a los prados que disfruta el ganado vacuno, caballar y lanar, se extiende una foresta de arboleda primitiva con ejemplares gigantescos de roble y .pino, entreverados de acebos bellísimos y de acacias desbordantes de su fruto escarlata. La reserva cinegética del Icona garantiza la protección de este lugar privilegiado y ensoftado de la tierra burgalesa.
La España vetusta sigue existiendo no ya como paisaje vegetal, sino como vivencia humana. El valle del Tirón -y el del Arlanzón- son otros tantos senderos fluviales que encierran parajes únicos en que el románico asoma de cuando en cuando con sus arcos en ermitas y parroquias que rezuman un pasado remoto. ¿Y qué pensar del euskera toponímico, que aparece con su indiscutible presencia no ya en el valle de Ezcaray, sino en gran parte de esta meseta castellana, en la que todavía hoy, cuando se habla del conde no es preciso aclarar que se trata del legendario Fernán González, cabeza de Castilla?
Hay por doquier estelas insólitas que sorprenden al viandante por su contenido. Megalitos remotos que parecen tallados por gigantes mitológicos. Bailes populares que semejan haber sido sacados del ámbito cultural de la Grecia antigua. Romerías sin fin, en esta época del año, con variedades litúrgicas sorprendentes. Todo ello se halla inserto con normalidad y sencillez en la vida de la población que habita en estos concejos de la España recóndita. ¿Y por qué no sumergirnos de cuando en cuando en esta reafidad, humilde, cotidiana, en la que reside una raza fuerte, de color lozano, rubia en buena parte, que todavía utiliza la boina oscura y que acepta la remota toponimia vasca como algo que forma parte de su propio mundo actual?
En otro momento nos acercamos hacia un remanso de este valle ganadero, cerrado en su horizonte por un bosque de pinos y un robledal contiguo. Preguntamos a un viejo pastor viandante, sabedor, por lo visto, de muchas cosas, cómo se llamaba aquel conjunto que parecía tener algo de inédita condición: "Éste es el monte de Patria, y aquél el pinar de Patria", nos contestó. "Así se llamó siempre". El vocablo patria ha significado muchas cosas en la historia universal y en las historias nacionales de nuestro tiempo. Pero utilizado así, como denominador específico de un pequeño ámbito local, definido y accesible a un núcleo de habitantes determinado, toma otro aspecto más cercano, aprensible y patrimonial. Me hace recordar la definición que gustaba de repetir Ernesto Renan refiriéndose al patriotismo de los espartanos. Se reunían. en ciertas fechas junto a las tumbas de sus mayores y entonaban un himno que decía: "Somos lo que fuisteis. Seremos lo que sois". Este llamar patria a la tierra de los antepasados es una evocación del eslabón humano que todos entienden.
Desearía seguir contando lo mucho que contemplamos en este paseo y cuántas voces silenciosas escuchamos, que nos traían efluvios directos de lo que late en el suelo de países antiguos como el nuestro. Temblores telúricos que se hallan a flor de piel, reflejados en los nombres de las cosas, en el sonoro castellano de los habitantes, en el relato de las leyendas remotas y en el mensaje plural de las toponimias, claves, en algunas ocasiones, que pueden abrir las cerraduras de la España vetustísima.
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