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Crítica:CINE
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Degradación de la mirada

Se dice y repite con verdad que el enorme éxito obtenido por la película Batman en Estados Unidos es más un asunto sociológico que estético. No hay que asombrarse: esto ha ocurrido muchas veces en el cine -con más frecuencia en el norteamericano, pero no sólo en él-, donde la conquista de grandes ganancias raramente coincide con alguna conquista estética. Hay ejemplos de lo contrario, pero son escasos.Habría que añadir en este caso que, de merecerlo, el estudio del fenómeno Batman pertenece de pleno derecho al turbio capítulo que los sociólogos dedican a las patologías colectivas. Convertido este filme, por su aplastante propaganda, en foco de un enorme negocio de consumo de productos inútiles -emblemas, gorritos, camisetas, disfraces, pegatinas, condones con un murciélago en la proa y todo el conjunto de triviales fetiches que componen la llamada batmanía, que otros dicen batranoia-, hay por fuerza que preguntarse por qué ese gigantesco poder de engatusamiento procede no de un filme de factura brillante y con sentido del entretenimiento, sino de una película peor que mediocre, rematadamente mala, mal escrita, mal hecha, mal rodada, carente del menor sentido del ritmo y no digamos de la trepidación, ejecutada por intérpretes pasados de rosca o cortos, sosos y torpes: una película tediosa, una antiaventura de cartón piedra, engolada, llena de una trivial retórica visual que, según cuentan, un crítico neoyorquino, con mucha indulgencia, consideró subnormal.

Batman

Dirección: Tim Burton. Guión: Sam Hamm y Warren Skaare, basado en el comíc de Bob Kane. Fotografía: Roger Pratt. Música: Elfman y Prince. Estados Unidos, 1989. Intérpretes: Jack Nicholson, Kim Basinger, Michael Keaton, Jack Palance. Cines: Palacio de la Música, Lope de Vega, Cid Campeador, Benlliure, Amaya, Juan de Austria, Novedades, Cartago, Aluche y, en versión original, Pléyel.

Engendro

Que en su día Superman, obra sin más valor que el alarde técnico, pero gozosa, alegre y sumamente divertida, convocase a medio planeta, se entiende y se acepta de buen grado. Que en su día Sonrisas y lágrimas, obra sin más valor que el de su bonita banda sonora, hiciera lloriquear a medio mundo con sus empalagos de sentimentalismo cursilón, se entiende y se acepta de buen grado. Que docenas de películas que tan sólo buscan dinero fácil, lo logran por la inventiva y la sagacidad de sus urdidores, se entiende y se acepta de buen grado. Pero que este tosco engendro, puro anticine hecho por aficionados con medios opulentos, rompa todos los techos del entusiasmo en el público de Estados Unidos y venga ahora a Europa en busca de otro tanto es algo que necesita del diagnóstico de algún patólogo social, porque no hay manera de entenderlo con entendederas normales. Es algo que cae fuera de la lógica no sólo del espectáculo cinematográfico en cuanto tal, sino de las más graves y sutiles leyes de la autoestimación humana, pues es un filme que degrada la mirada de quien ha de pagar para verlo forzado por una necesidad ambiental.No es de razón que una película que expresa en grado extremo el actual estado de envilecimiento del gusto que está generando el llamado magma audiovisual -esa oferta indiscriminada en la que todo cabe con tal de que entre en un televisor y tenga los colorines adecuados- cause tanta expectación -en Madrid ha sido estrenado en 13 cines simultáneamente-, atiborre las páginas de los periódicos del mundo, convoque sesudos oráculos, tenga en vilo a millones de adolescentes y sea triunfalmente paseada como el acontecimiento del año en festivales de cine y en otras plataformas de lanzamiento de arte cinematográfico y no de mercaderías anticinematográficas.

Hay algo absurdo, excesivo, indigesto, irrisorio en toda la parafernalia que rodea el paseo triunfal por el mundo de esta película, que nos ha devuelto el espectro del papanatismo puro, un penoso mimetismo capaz de encumbrar un subfilme que ni siquiera tiene sitio en la letra pequeña del cine actual.

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