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Evocación de Dreyer en el centenario de su nacimiento

Este año se cumplen 100 del nacimiento -oscuro nacimiento sin padre reconocido- del que fue reconocido como padre del cine europeo, Carl Theodor Dreyer. Ocurrió en Dinamarca, en medio de un ambiente de opresivo puritanismo luterano, que marcó su vida con el estigma de la vergüenza, y a su obra, con un deseo insaciable de rehabilitación y de libertad, único antídoto que el joven Carl Theodor tuvo para combatir el cerco de intolerancia del que emergió su genio. Amaba Dreyer las palabras. Su obra cumbre se titula Ordet, que es La palabra. Se ha proyectado este filme portentoso -que ganó el León de Oro de este festival en 1955- y se le ha evocado y desentrañado con palabras, con muchas y muy bellas palabras italianas.

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Aunque sólo sea por este azar, la mediocre Mostra que estos días vivimos gana una altura que en sí misma no tiene. La tormentosa y divertida Mostra -llena de zancadillas políticas, rosarios de desagravio por la exhibición de La última tentación de Cristo, movilizaciones de toda la policía del Véneto, psicodramas de acera y borrascas de patio de butacas- ha dejado paso este año a una Mostra-balneario, en la que apenas ocurre nada, salvo una interminable colección de bostezos, lo que ha permitido a la insulsa película de Alain Resnais Quiero volver a casa convertirse en favorita del lado papanatas de la crítica italiana.La Italia imprevisible parece haber archivado momentáneamente su gusto por el sarcasmo y la pelea y ha sacado a relucir ese otro síntoma de su inteligencia que es la desgana, la pereza y el arte de combatir el aburrimiento con fiestas imaginarias.

En medio de esta calma chicha, la conmemoración del centenario del nacimiento de Carl Theodor Dreyer, que en teoría no debiera pasar de un acto protocolario, se nos ha convertido en un revulsivo inesperado, casi en una llamada al escándalo. "Esto es cine y no esa mierda", gritaba ayer, a la salida de la proyección de Ordet un frenético periodista melenudo, mientras apuntaba con su dedo índice izquierdo al Palacio del Cinema, donde se proyectan las películas en concurso. En efecto, Ordet es cine, es el Cine; y lo otro, también en efecto, si no es merda se le parece mucho.

Ocurren, no obstante, cosas maravillosas aquí, además de Ordet. Por ejemplo, el Acontecimiento especial de este año está íntegramente dedicado al Decálogo del polaco Krystof Kieslowski, una decena de filmes puñetazos hechos con fiereza y extraordinario talento, dedicados a penetrar en los rincones más tenebrosos de los 10 mandamientos bíblicos.

Panfleto

Pues bien, con la salvedad del sexto de esos mandatos divinos, que algunos recordaban vagamente, el personal veneciano había olvidado los nueve restantes, lo que obligó a los responsables de la Mostra a repartir un panfleto subversivo en tres idiomas refrescando la memoria de las palabras de Jehová en el monte Sinaí.

De esta forma, el padre Ripalda y su Catecismo se han convertido en asesores de la oficina de prensa de La Biennale veneciana. Parece que a los vaticanistas no les ha gustado mucho que el izquierdista Adriano Donnagio, jefe de Prensa de la Mostra, se haya convertido en portavoz de Dios. Y, mientras tanto, la merda sigue confortablemente instalada en el Palazzo, que dicho sea de paso es un feísimo edificio provisional inaugurado por Benito Mussolini y que más de medio siglo después aquí todo el mundo sigue considerándolo provisional. La sublime gandulería italiana gasta estos chistes históricos y tiene su propio decálogo olvidado.

Las dos merdas de ayer fueron una napolitana y otra israelí. Para los venecianos ambas son, por supuesto, rigurosamente extranjeras, aunque un poco más la napolitana que la hebrea. "¿Qué maldito idioma hablan esos malditos napolitanos?". La pregunta fue pronunciada en un nítido idioma italiano norteño. Y Nanni Loy, director del filme en cuestión, titulado Scugnizzi, la oyó. El debate patriótico posterior fue inenarrable y probablemente irreproducible, pues en él la palabra merda fue desterrada a las perfumerías de puro blanda y aromática. Esto no impide que el filme sea trepidante -más ajetreo que verdadera acción- y que su éxito en Italia parezca asegurado.

La película israelí es obra de un famoso documentalista, Amas Gitai, que no ha digerido todavía la ficción cínematográfica. Su Berlín-Jerusalén es sólo un proyecto de película, que se limita a visualizar -con la exquisita fotografia de Henri Alekan, que le puede quitar un merecido premio a José Luis Alcaine, fotógrafo del filme de Fernando Trueba- un esquema de filme, no un verdadero filme, pues carece de esfuerzo de construcción y no tiene más solidez que la de los castillos de naipes-.

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