Lauren Bacall: siempre recuerdo a esa diosa en blanco y negro
Esta actriz, de la que se acaba de celebrar el centenario, estaba dotada de la magia de las estrellas de cine. Interpretó muchos géneros, pero brilló sobre todo en el género negro, al lado de Humphrey Bogart
El lunes pasado fue el centenario de una de las mujeres que no necesitaría explicarse para que cualquier espectador diera fe de que algunas presencias en las pantallas se transforman a perpetuidad en estrellas del cine, dimensión en la que no basta con el don de saber actuar, sino que exige algo especial y mágico. Esa señora, bautizada como Betty Perske Weinstein (apellidos inequívocamente judíos), a la que Hollywood decidió cambiarle el nombre por el muy americano Lauren Bacall, consiguió con su primera interpretación, en la extraordinaria Tener y no tener, que las mujeres admiraran su personalidad y que todos los varones con buen gusto se quedaran colgados con ella. Al admirable Humphrey Bogart, el más chulo (justificadamente) del barrio, le asaltó idéntico deseo hacia ella que el que debieron de sentir tantos mirones. Le ocurrió a su personaje en la película y a él en la vida real. Resultado: cortó la larga y tormentosa relación que mantenía con otra mujer y se casó con la veinteañera Bacall. El argumento de la película hablaba del permanente juego de seducción entre ambos, pero eso también estaba ocurriendo en sus propias vidas, no necesitaban interpretar. Y los espectadores percibíamos que además de interpretar modélicamente a dos personajes muy atractivos, de sus memorables diálogos, de sus fascinante personalidad, estaban ocurriendo más cosas. “Si me necesitas, silba”, le decía con mirada y sonrisa hipnóticas Bacall a Bogart. Y esa felicidad la compartía el público.
Lauren Bacall, a lo largo de su fértil y muy larga carrera interpretó muchos géneros: comedias, dramas, melodramas, musicales, e incluso se atrevió con un wéstern al lado de un John Wayne inapelablemente enfermo, pero cada vez que la recuerdo la asocio inevitable y venturosamente con el cine negro, en blanco y negro, al lado de Bogart. Interpretaron cuatro películas juntos. Todas ellas memorables, repletas de atmósfera y tensión, antihéroes descreídos o acorralados que en algún momento se ven forzados por las circunstancias a actuar como héroes, con romanticismo exuberante o subterráneo, diálogos inteligentes y perversos, villanos y villanas creíbles, desprendiendo sensualidad. Dos son obras maestras y las dirigió la misma persona, un tal Howard Hawks, adaptando novelas de los perdurables, hondos y magnéticos Hemingway y Raymond Chandler, dos escritores tan cinematográficos. Son Tener o no tener y El sueño eterno.
Bacall y Bogart, en sus encuentros iniciales, desprenden comprensible mosqueo, sus personalidades son ácidas y sensuales, pero sabemos que el inicial choque de trenes será pasajero y nada mortifero, que la historia de amor entre ellos es imparable. También es muy atractiva La senda tenebrosa, dirigida por Delmer Daves, en la que tardamos mucho tiempo en ver el rostro de Bogart. Y John Huston volvió a juntar a esta pareja explosiva en Cayo Largo, reflexión amarga sobre la eterna supervivencia del gansterismo de altura, y desarrollada claustrofóbicamente en un hotel de los cayos de Florida y en medio de una inacabable tormenta.
Y confirmas que esa actriz era una diosa cada vez que revisas esas películas tan antiguas como hermosas. Revela erotismo en estado sofisticado o natural. También inteligencia, desafío, malicia, independencia, personalidad. Expresa las sensaciones más diversas con una mirada, con una sonrisa. Y cómo se mueve, habla, escucha. La ultima vez que la observé fue en un capitulo de Los Soprano, aquella serie memorable. Y me encabroné con David Chase, su creador. Lauren Bacall se interpretaba a sí misma. En ese episodio, el aborto, psicópata, acomplejado, hiperviolento Chris Moltisanti, sobrino de Tony Soprano, la asaltaba en un hotel de Los Ángeles para robarle los exquisitos regalos que otorgaba la boutique del hotel a las grandes celebridades que se alojaban en él. Un Moltisanti enmascarado le pegaba dos hostias, la lanzaba al suelo, la humillaba, le mangaba sus pertenencias y salía corriendo con la alegría de un adolescente descerebrado. Y me contaba a mí mismo: “Eso no se lo hacía a la Lauren Bacall que yo imaginaba a través de la pantalla ni el gánster mas temerario”. Seguro que la gran dama se lo comía vivo. Que sus ovarios eran más poderosos que cualquier asaltante nocturno.
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