La suerte de Kabul
EL RÉGIMEN comunista de Kabul debía haber caído hace ya tiempo. O por lo menos eso era lo que aseguraba la sabiduría convencional basada en los supuestos efectos devastadores de la retirada soviética de Afganistán, que concluyó el 15 de febrero pasado. Las predicciones eran terminantes, y el Gobierno de Najibulá tenía las semanas contadas. Pero no ocurrió nada de eso; la guerra convencional en que se convirtió el'antiguo acoso guerrillero a las columnas enemigas ha mostrado la incapacidad colectiva de los integristas islámicos, al tiempo que deja a Kabul contraatacar con éxito aquí y allá. Un inútil equilibrio de debilidades se dibuja en el mapa estratégico de la zona.Dos grandes series de razones parecen explicar la nueva situación. En primer lugar, desaparecido el elemento de invasión extranjera que suponía la presencia del cuerpo expedicionario soviético, la guerrilla afgana se halla mucho menos interesada en combatir con el mismo vigor a las fuerzas gubernamentales. Por añadidura, una guerra de posiciones, con ocupación y transformación política del terreno, no es lo que le va mejor a los especialistas de la emboscada y del golpe de mano. El fracaso del sitio de Jalalabad parece haber dejado a la fuerza guerrillera con pocas ganas de seguir atacando 'frontalmente sus objetivos.
En segundo lugar, en el frente puramente político, las cosas han empezado a moverse en las últimas semanas. La apertura negociadora del líder soviético, Mijail Gorbachov, hacia el Asia vecina y la situación creada en Teherán tras la muerte de Jomeini y la elección del presidente Raflanyani han desanudado uno de los cabos de la crisis: la guerrilla Úgaría de obediencia shií, muy dependiente de Teherán, ha depuesto a todos los efectos las armas contra Kabul.
Es cierto que sus efectivos son muy minoritarios en relación al grueso guerrillero de los suníes, pero el efecto político desmovilizador es en este caso más importante que su expresión numérica sobre el campo de batalla. El régimen de Kabul, por su parte, está empeñado en demostrar a la opinión afgana que es tan islámico como el bando contrario, si bien con un aire más moderno. A un pueblo extenuado por una guerra que se dibuja sin claros vencedores, los gestos de Najibulá le parecen cuando menos tranquiliz adores.
Finalmente, el papel de Pakistán en el conflicto, sin cuya ayuda militar y política no habría sido posible la larga insurrección contra los comunistas, podría haber empezado a cambiar en las últimas semanas. La presidenta Benazir Bhutto había sido hasta ahora impotente para impedir que el Ejército paquistaní y sobre todo su servicio de espionaje jugaran la baza del asalto guerrillero para la victoria final. Fracasada la operación Jalalabad, alterado el factor Teherán del juego, y con el inicio de conversaciones, por ahora sólo técnicas, entre Estados Unidos -el arsenal de los guerrilleros- y la Unión Soviética -el fabricante de armas de Kabul-, se perfila la oportunidad para que* Benazir Bhutto trate de liberar a su país de una pesada carga económica, la atención a tres millones de refugiados afganos, y político-militar, una guerra que reduce su margen de maniobra como presidenta de Pakistán.
La Solución al conflicto no se halla exclusivamente en manos de Kabul, Islamabad, Teherán o la guerrilla, sino antes bien en las de Washington y Moscú. Si las superpotencias se ponen de acuerdo en que una posible solución podría ser un Gobierno de reconciliación, mucho menos marxista que el actual de Kabul, la guerra tendría poco futuro. La neutralidad afgana, como se vivió de los años cincuenta a comienzos de los setenta bajo Mohamed Daud, sigue siendo hoy el único punto de unión entre los intereses de los superpoderes. Para Kabul también parece lo mejor.
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