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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Agua bendita

LA PESTILENTE invasión de algas que asola las costas del Adriático ha inspirado al arzobispo de Rímini, tradicional centro turístico del levante italiano, un apocalíptico sermón en el que ha evocado las plagas bíblicas y la destrucción de Sodoma y Gomorra para advertir a los fieles de su culpabilidad en la ira divina que ha desencadenado la tragedia ecológica. Llevado por una cierta obsesión globalizadora, el prelado ha mezclado el aborto, los excesos del consumismo y la demasía del sensualismo de las playas como posibles causas de esa represalia sobrenatural. El discutible diagnóstico del prelado no anula la gravedad del asunto, por más que parezca escaso remedio la aspersión de las contaminadas costas con agua bendita. Las algas han reducido a la mitad el número de turistas llegados este año a las playas de Rímini, con grave perjuicio para una economía regional que reposa en gran parte en los servicios asociados al ocio estival.El año pasado, el Gobierno italiano ya se vio obligado a tomar cartas en el asunto ante esa plaga amarillenta y fétida que, partiendo de Venecia, se extendió a gran parte de la costa adriática ocasionando pérdidas cuantiosas en el sector turístico. Estudios solventes demostraron la existencia de una relación causal entre los vertidos al río Po, que atraviesa la región industrial de Lombardía, y la contaminación detectada en el mar al que vierte sus aguas. En particular, se consideró que las 28.000 toneladas de fosfatos recogidas por el Po eran decisivas en la proliferación anormal de determinados tipos de algas, por lo que se limitó del 2,3% al 1% la cantidad máxima de componentes fosforados admitida en los detergentes de uso doméstico o industrial. Se aprobó un plan para limpiar las aguas de ese río, con una inversión próxima a los 20.000 millones de pesetas. Con todo, los primeros resultados tangibles no se esperan para antes de seis o siete años.

La preocupación por la contaminación de los mares, y del Mediterráneo en particular, es relativamente reciente. Durante algún tiempo se trató de una preocupación minoritaria, circunscrita a los medios ecologistas. El tono dramático de las denuncias de esos sectores, que popularizaron expresiones como "la muerte del Mediterráneo" y otras similares, y el relativo utopismo de las soluciones por ellos propuestas, más o menos teñidas de un nostálgico primitivismo, tuvieron escaso eco sobre la opinión pública y, por tanto, sobre los Gobiernos. Pero desde hace 10 o 12 años, y alarmados por los efectos de la contaminación sobre la industria turística, los administradores públicos se han visto obligados a intervenir. Un informe de las Naciones Unidas de 1986 constataba que, merced a las medidas adoptadas durante la década anterior, la contaminación del Mediterráneo había disminuido, aunque persistían los riesgos, en particular por los vertidos de petróleo -el 20% del tráfico mundial de hidrocarburos discurre por este mar- y de residuos industriales y domésticos no depurados. La experiencia ha demostrado, por otro lado, que es más barato no contaminar -es decir, depurar en origen- que descontaminar.

Actualmente, unos 100 millones de turistas eligen el Mediterráneo para sus vacaciones. Pero serán 350 millones para el año 2025. Ello significa que, si bien no parece que vayan a verificarse los negros presagios adelantados hace una década -cuando se pronosticó la muerte biológica de las costas mediterráneas en un plazo de 20 años-, el futuro del Mare Nostrum depende de la acción coordinada de los países ribereños y de aquellos, más poderosos económicamente, cuyos ciudadanos lo prefieren para pasar sus vacaciones. Si a esas medidas -instalación de depuradoras, reconversión de residuos, protección de biotipos, regeneración de costas- se añaden las preces del arzobispo de Rímini, miel sobre hojuelas.

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