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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

No sólo un error

LA LAMENTABLE operación israelí de secuestro del líder islámico libanés Abdelkarim Obeid y el repugnante asesinato del norteamericano William Higgins -tanto si ha sido ahorcado ahora como si ya llevaba algún tiempo muerto, según se especula- a manos de integristas shiíes en Líbano, han degenerado en una crisis internacional que subraya la responsabilidad de determinados Estados en la utilización de la extorsión y el crimen como útil de trabajo político.En momentos en que Estados Unidos presiona para que el Gobierno de Jerusalén negocie con la OLP y haga posible la celebración de elecciones libres en los territorios ocupados, el largo brazo israelí secuestraba la semana pasada al líder integrista con el propósito declarado de canjearlo por tres soldados judíos en poder de una organización de la guerrilla integrista islámica; al mismo tiempo, se dejaba entender que la libertad del rehén norteamericano William Higgins podía ser elemento de una eventual negociación. Las repetidas y ominosas advertencias de que peligraba la vida de los rehenes en el caso de acciones de represalia contra los secuestradores no figuraban, aparentemente, en las consideraciones de Tel Aviv. Aunque jamás la sangre derramada por los fanáticos libaneses puede caer sobre otras cabezas que las de los propios asesinos, la temeraria acción israelí es rotundamente condenable por la vulneración que comporta de todas las normas de derecho internacional.

Dicho esto, más deplorable aún es la responsabilidad de aquellos Estados, notablemente Irán, cuyos lazos con los secuestradores del movimiento hezbolá son bien conocidos. En estos momentos en que, tras la elección del presidente Rafsanyani, se baraja la posibilidad de un giro hacia la cordura del régimen iraní, sería imperativa una declaración de Teherán respecto a su desvinculación de toda acción criminal de aquellos que se declaran sus partidarios en Oriente Próximo para que fuera posible aceptar la reintegración de Irán a la comunidad de las naciones civilizadas. Gestos como la retirada de embajadores de la CE de Tcherán, como ocurrió con el caso Rushdie, liquidado con hipócrita precipitación en cuanto se apagó el primer griterío internacional, no son respuesta suficiente a un Estado que mantenga cualquier clase de vínculos con una banda de asesinos refugiados tras el manto del celo religioso.

Israel, finalmente, parece haber hecho uno de los peores negocios de su historia con su tentativa de tomarse la justicia por la mano. No sólo ha arrojado a los pies del presidente norteamericano, George Bush, una crisis, que se multiplica con el peligro que acecha a la vida de 15 rehenes más en manos de los fanáticos del islam, sino que Tel Aviv recibe ahora el golpe de boomerang de su propio error, expresado cuando menos por las presiones de Washington para que abandone su presa en evitación de mayores males. El delicado proceso hacia una negociación significativa en el intrincado problema de Oriente Próximo hace, de otro lado, que cualquier agitación en el marco de la situación diplomática pueda frustrar toda esperanza de progreso en este sentido. Imaginemos el efecto que pudiera tener el asesinato de alguno de los rehenes israelíes sobre la opinión pública de su país y el torpedo en la línea de flotación que ello supondría contra todo ánimo negociador.

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Los guerrilleros han obrado, por añadidura, con la especial impunidad de saber que Israel no daría muerte a su rehén, pero eso ni excusa ni explica esa catastrófica aplicación del secuestro internacional como represalia. Algo que no sólo es un error, sino también un delito.

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