La fiesta del teatro se convierte en un paraíso para los jóvenes autores
ENVIADO ESPECIAL, El Festival de Aviñón es, entre otras muchas cosas, un auténtico paraíso para los autores teatrales, cuanto más jóvenes mejor. En Aviñón lo que prima es la creación, como acostumbran a decir los franceses. Catherine Anne, Bernard Chartreux, Jean-Pol Fargeau, Joél Jouanneau, Valère Novarina, Louis-Charles Sirjacq, Pascal Rambert... son algunos de los nombres que en la edición de este año estrenan en Aviñón. Bien becados o subvencionados, una veces dirigiéndose ellos mismos sus obras (como Novarina, Anne, Rambert) y otras contando con directores escénicos de campanillas (como Jean-Pierre Vincent para Chartreux; Robert Gironès para Fargeau), esos autores son los niños mimados del Festival.
Algunos de ellos han triunfado ya (como es el caso de Novarina), otros siguen siendo jóvenes promesas (como Sirjacq, Jouanneau, entre otros), y los hay que se presentan o que son presentados como la gran esperanza blanca, con una desfachatez y una agresividad envidiables.Este último es el caso de Pascal Rambert. Ese chico de Niza (con tan sólo 26 años recién cumplidos) tiene un algo de niño prodigio: a los 17 años ya montaba obras de Marivaux y, dos años más tarde, de Georg Büchner. Y escribía como un condenado Les Parisiens, la obra que le han estrenado este año en Aviñón, dirigida por él mismo. Se trata de su sexto título teatral.
Les Parisiens es un buen texto (publicado por Actes-Sud), desesperanzado, con una desesperanza chic, mirando a la cámara, no exento de humor, de humor negro, y por encima de todo brillante, muy brillante. Sólo se le puede encontrar un defecto: su representación sobrepasa las cuatro horas. Empieza a las 10 de la noche y no se termina hasta cerca de las 3 de la madrugada.
El espectáculo de Les Parisiens se representa en un lugar mágico, frente a un pequeño chateau del siglo X.VIII, en la isla de la Barthelasse, a orillas del Rodano, en un paisaje rodeado de castaños centenarios. (Ese chateau es el mismo que el pasado año albergaba a las célebres hermanas de Anton Chejov).
Bufidos del mistral
Frente al chateau, los señores del Festival han montado unos graderios de mecanotubo, con tablones de madera apropiados para torturar a los traseros más sufridos. Allí, sin poder fumar, cubiertos con una manta que generosamente facilita el Festival-, nos esforzamos por pillar el texto que gritan unos actores jóvenes y excelentes entre los bufidos del mistral.
"Cada noche", escribe Brigitte Paulino-Neto en Libération, "un puñado de espectadores es inmolado en el altar del teatro. El oficiante se llama Pascal Rambert...".
Y lo bueno del caso es que el chico de Niza quería ofrecer Les parisiens en su primera versión: ocho horas de duración. Al parecer, el director del Festival le convenció para que la redujeses a la mitad, alegando que la capacidad de sadismo del Festival no podía permitirse semejantes lujos.
Ahora sólo falta ver si Lambert, que tiene un talento como la copa de un pino, y al que Patrice Chéreau felicitó muy efusivamente después de tragarse la función entera, aceptará amoldarse a los habitos del espectador corriente. No pueden tenerse eternamente 26 años, y el sadismo de Aviñón no es, por suerte, demasiado contagioso.
Del chateau, los castaños y el mistral pasamos a la Sala Courtine -un depósito de mercancías situado en el barrio industrial del mismo nombre; la misma sala en la que el pasado año Chéreau presentó Dans la solitude des champs de coton, de Holtés.
Allí, de nuevo la construcción de mecanotubo, los tableros para castigar el trasero, solo que en vez de manta hay que echar mano del abanico -si tienes uno, porque el Festival no te lo facilita. Allí, en Courtine, representan la obra de Fargeau, Brûle, rivière, brûle (Arde, rio, arde), dirigida por Gironés. Es un texto de ingenuidad escandalosa, que no podía faltar en el Festival de Aviñón.
Cosas del bicentenario
Después de la desmitificación de la Revolución de 1789, vía Müller, vía Sclinitzler, vía Langhoff, después de Marat-Sade de Weiss, sacrificado por Gélas en el Théâtre Municipal (al que, por fin, han puesto refrigeración), había que tocar el tema de los derechos del hombre... blanco. En efecto; la obra de Fargeau se compone de una serie de breves escenas sobre la población de las colonias francesas que vieron como la esclavitud, que, según el edicto de la Convención de 4 de febrero de 1794, quedaba abolida de un plumazo, no desaparecía hasta 50 años más tarde, con la Revolución de 1848.Se trata de la historia del famoso Code noir, que tan bien ha analizado Sala-Molins, una página que ensombrece la celebración del bicentenario de los Derechos Humanos, pero que alimenta el masoquismo de unas izquierdas que crecieron con Indochina o con Argelia como tragedia de fondo, con la grandeur a guisa de "llufa".El texto de Fargeau es ejemplar: al final, el negro se apiada del blanco y le dice, le recita la version negra de los derechos humanos. Sin violencia, con cariño. Con ese mismo cariño con que los camareros del Hotel d'Europe sirven cada día el desayuno a Aimé Césaire, el papa de la negritud, que se pasea por Aviñón, enjuagando homenajes.
Babelia
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