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La inquietante quiebra de la democracia

El observador de la escena política española, a poco que se permita un tiempo de reflexión, se ve desbordado por los acontecimientos. Aquí hay que hacer los diagnósticos al minuto, a ser posible compitiendo con las tertulias radiofónicas que dan salida al primer impulso, a veces irreflexivo y hasta irresponsable, pero que dicen lo que, si lo pensaran dos veces, seguro que no se atreverían a formular. En un país de calores emocionales tan extremados, las tertulias cumplen función de ventilador: sin cambiarlo, remueven un aire que de otra forma sería irrespirable.Aplastados por un alud de noticias que aparecen y desaparecen con harta premura -la novedad es su único atractivo-, vamos dando tumbos de sorpresa en sorpresa, cada vez con menos capacidad de discernimiento. Cuanto más amplia y variada la información que recibimos, más opaco el mundo que tratamos de descifrar. Tengo una carpeta llena de recortes de prensa con noticias que en su día me parecieron interesantes y de las que luego nunca más se supo, junto a otra con artículos empezados que dejaron de ser actuales antes de poder darles el retoque final.

He empleado algún tiempo en tratar de explicar el 14-D, fecha que no ha perdido nada de su fascinación. Una huelga general con tamaña extensión y de tales características es un acontecimiento impensable en Europa, pero, de haber cuajado en algún país de nuestro entorno, lo hubiera cambiado por completo. En menos de seis meses, un hecho al que concedimos tanta trascendencia parece haberse evaporado sin dejar apenas rastro. Cierto que las apariencias engañan, pero habría que empezar por preguntarse por qué en España las cosas ocurren siempre de forma tan original como inesperada; tema que, ya sé, produce sopor, por muy crucial que algunos lo consideremos. Así que he metido en la carpeta un largo artículo sobre el 14-D hasta el día, que espero no lejano, en que pueda desempolvarlo.

Entre tanto una serie de pequeños escándalos transforma por completo el panorama, como si el cielo se hubiera apiadado de un Gobierno que había logrado concitar una protesta tan unánime.

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El vuelco se produce al conocerse que dos concejales centristas simpatizaban más de lo debido con el alcalde de Madrid, pero al día siguiente, milagrosamente, habían cambiado de parecer. Sin tiempo para informarnos sobre lo que podría haber debajo de mudanza tan rápida, supongo que indignado por este tipo de operaciones políticas, ya había sufrido otra semejante en el grupo de los eurodiputados, Adolfo Suárez cae en la trampa de aliarse con la derecha.

Para llevar a cabo él también su operación, que concibe además como meramente coyuntural, arroja la bandera de progreso social que había mantenido enhiesta antes y después del 14-D y regala la campaña al PSOE, que puede volver a argumentar en términos de izquierda y derecha. Me gustaría conocer los entresijos de lo ocurrido -y no me refiero tan sólo a las truculentas historias de compras de votos y oportunas grabaciones-, porque, vistas las cosas desde fuera, no se comprende tanta torpeza.

Una vez que pase el período electoral -más vale guardar silencio cuando los ecos acallan a las voces-, algo habrá que decir, pensaba yo, sobre la picaresca de nuestra clase política, en particular sobre el llamado transfuguismo, que ignoro por qué se considera más escandaloso que el seguidismo, que, ése sí, ha terminado por acogotar la vida parlamentaria. Con sordina, alguna Prensa ha criticado las listas cerradas y bloqueadas, pero la única reacción de los partidos, a sabiendas de nuestra inmejorable disposición a tragar lo que nos echen, es la propuesta de controlar mejor al hatillo en el futuro. Basta con modificar el reglamento e impedir que se pueda saltar de un grupo a otro, cercenando aún más si cabe la tan exigua libertad del parlamentario. Que sepa el que se entrega en cuerpo y alma a los que tuvieron la bondad de ponerle en una lista que ya no tendrá otra opción que cumplir con lo que se le ordene o marcharse a casa directamente, o haciendo antesala en el grupo mixto.

Después de que persona ilustre y con experiencia sobrada ha manifestado sin tapujo que lo único que se aprende en política es a disimular, no creo que tenga el menor sentido hacer hincapié en el doble lenguaje del político, que hacia fuera se rasga las vestiduras ante el transfuguismo y de puertas adentro lo ensalza como operación política. No dos, bastantes leguajes se necesitan para sobrevivir en política; entre ellos, el más útil y preciado, saber callar a tiempo.

Pensaba que algo habría que escribir sobre las flaquezas de nuestra ya no tan joven democracia -que ahora provienen, no tanto de sus enemigos externos, un puñado de nostálgicos sin la menor incisión en los poderes reales, antes fácticos, como del uso que de ella hacemos en la sociedad y en las instituciones- para dar cuenta de la paradoja que define la situación actual: cuanto mejor asentada la democracia, más débil su estructura y mayor la distancia que separa a la España real de la oficial.

En poco más de una década hemos pasado de aspirar a la realización de la democracia en un proceso continuo de democratización de la sociedad y del Estado" a reducirla a su mínima expresión, gobierno de las mayorías; comprimida en este sentido, se da por realizada. La democracia ha dejado de ser un proceso para estancarse en mecanismos y estructuras de poder difícilmente modificables; al no correr las aguas, hiede. En el horizonte se divisa un período de rápido crecimiento económico y, aunque de manera más vaga, incluso la posibilidad de una mejor redistribución, pero no se vislumbra una sola idea sobre los objetivos a cumplir para avanzar en el desarrollo de la democracia. Nada urge tanto como un programa de medidas inmediatas para la regeneración de la convivencia democrática; nada, sin embargo, parece menos verosímil.

. En un tiempo brevísimo ha desaparecido del horizonte español cualquier otro significado de democracia que no sea un método para elegir a la elite gobernante cada cuatro años. Ahora bien, tan consustancial como el principio de la mayoría es el que centra el sentido de la democracia en impedir la tendencia innata del poder a concentrarse en pocas manos: concentración que en el lenguaje político del siglo XVIII todavía se conocía con el término griego de tiranía. La democracia moderna nace en lucha contra la monarquía absoluta con el objetivo principal de establecer y garantizar el reparto del poder; empeño que supone no sólo el principio básico de la división de los poderes del Estado, sino también la protección de las minorías sociales. Si en la sociedad los poderes estuviesen muy concentrados, o fuesen demasiado grandes las diferencias entre ellos, difícilmente podría funcionar un régimen democrático.

El principio de gobierno de las mayorías sólo se legitima democráticamente, primero, si coexiste con la protección de los derechos de los individuos y de las minorías, que constituyen límites infranqueables al poder de la mayoría; segundo, si este poder no está concentrado en pocas manos. Donde el poder no está repartido, bien porque los poderes del Estado no gozan de una autonomía real, bien porque la concentración del poder económico no permite un auténtico pluralismo social que implique un cierto equilibrio de poderes, el principio de la mayoría puede sostener el peor de los despotismos.

En este contexto hay que incluir las últimas noticias del asunto GAL. Por un lado, el Gobierno, sin guardar el menor pudor, directamente o a través del fiscal general del Estado, ha hecho patente su enorme interés en que las cosas no se aclaren y, sobre todo, que se corte de raíz toda investigación que pueda llevar a los mandos de los procesados; por otro, ha puesto de manifiesto que puede negarse impunemente a colaborar con la justicia, forma de despotismo tradicional que ahora se presenta como el modelo ideal de cooperación entre los poderes del Estado.

En un espléndido artículo, que algo debe haber dado que 'pensar, Enrique Gimbernat concluye que si las actividades delictivas del Estado "fueran declaradas materia clasificada, entonces la ley de secretos oficiales, al garantizar la impunidad de tales conductas, sería incompatible con los propósitos constitucionales". Acorde con los argumentos en que se apoya el Gobierno para negar la investigación de los fondos reservados, en principio nada se opondría a que se construyesen campos de exterminio con tal que "se hubieran financiado con fondos reservados o si el Ejecutivo hubiera declarado la materia secreto de Estado".

Así las cosas, indignarse porque haya diputados tránsfugas o más bien porque no lo sean todos, porque se compren los votos en una sociedad constituida por el principio de que todo es vendible; porque nos asfixien los rumores de corrupción cuando hemos decidido que no hay alternativa al capitalismo duro y puro y hemos lanzado la consigna de "enriqueceros", en fin, para no tener que hablar de lo que sospechamos todos, me parece una forma de encubrimiento. En el tema de la democracia y del Estado de derecho, los españoles no podemos mirarnos a la cara sin medir o sin que nos salgan los colores. También los que callamos somos cómplices.

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