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Ambición de Cataluña

Xavier Vidal-Folch

En Cataluña faltaba ambición. Este país tiene, en distinta medida, casi de todo. Casi todos los sectores: desde la arqueología manufacturera remozada, el textil, hasta el software más inimaginable; casi todos los tipos de empresas: pequeñas o medianas, familiares o cotizantes en bolsa, industriales o de servicios, anónimas laborales, públicas y semipúblicas... Casi todo, es decir, no todo. Venía faltando la dimensión. La economía catalana sigue siendo un piélago de pyme imaginativas y flexibles, un tejido industrial apretadamente urdido, y una cultura empresarial vivaz pero crónicamente aquejada por la vieja y criticada lacra del individualismo que anega cualquier tentativa de estructurar grandes corporaciones.Una economía con capacidad de expansión, una industria competitiva, un comercio agresivo, necesitan una columna vertebral, especialmente cuando se afrontan los nuevos aires provocados por la apertura al exterior y la integración comunitaria. Todos los Estados y todas las grandes regiones industrializadas europeas se arraciman en torno a empresas o sectores vertebrales, de dimensión importante, que constituyen por sí solos una sólida base económica y son al tiempo inductores y cohesionadores de innumerables actividades derivadas: las grandes químicas alemanas, la Fiat italiana, la Philips holandesa. Hay, tanto en sectores básicos como en la transformación manufacturera, decenas de ejemplos.

En España escasean hasta la pesadilla. Apenas se cuenta un banco, el Bilbao Vizcaya, y una empresa energética pública, Repsol, que por cierto tienen en común la característica de ser recién nacidos. Pero el reto de la dimensión ha comenzado ya. Desde hace algunos años se registra una movida, en ocasiones vertiginosa, en las finanzas, la construcción, la energía, el sector inmobiliario, el alimentario, la distribución.

Insólitamente, la primera región industrial del país, la comadrona de la revolución industrial del siglo pasado, una de las que aguantó los peores efectos de la crisis energético-industrial y fue de las primeras en sobreponerse a ella, seguía hormigueando en unidades encanijadas: Cataluña seguía soñando en que lo pequeño es hermoso -hermosa consigna para tiempos de descalabro-, en las virtudes de los despliegues intersticiales y en una fe renovada en la acogida a los complejos multinacionales.

En realidad, desde que a finales de 1973 estalló la crisis del petróleo, Cataluña ha venido perdiendo oportunidades económicas por falta de ambición de su burguesía y de su tecnoestructura y por la escasez de audacía responsable en su clase política, si se exceptúa una ¡niciatíva trascendental, la de los Juegos Olímpicos de Barcelona.

Hay responsabilidades por onúsión en designio de liderazgo o de presencia creativa, como indican claramente los hechos. Conviene recordar algunas de las oportunidades perdidas en relación con el problema del tamaño. Por ejemplo, el nunca cumplido diseño de una gran compañía eléctrica equilibrada a partir de las empresas existentes. La visión patrimonialista y compartimentada de cada dirección acabó por hacer inevitable la crisis después de que se hubiera adoptado un excesivo compromiso nuclear con ribetes cómicos: "cada empresa, con su grupo nuclear", era el desgraciado lema. Se perdió con ello la posibilidad de una gran plataforma.

Lo mismo sucedió -aunque en este caso quizá tenga remedio- en el sector de las autopistas, que han funcionado como grandes arterias de dinamización, pero no como polo de referencia empresarial. Las últimas iniciativas (Cadí, Terrassa-Manresa, Garraf), unas más acertadas que otras, van cada una por su lado, y el papel de algunos de sus socios principales -cajas de ahorro- se acerca más al del jubilado que corta el cupón que al del empresario emprendedor.

Se peca por omisión también en un sector como el cementero, en el que Cataluña / España es líder mundial junto a Japón y Grecia. La exportadora común, Hispacement, que hace más de una década constituyeron las poderosas compañías familiares catalanas, quedó en eso, una simple comercial compartida, eso sí, eficaz. Y más recientemente, la diversificación y redimensionamiento de Asland como gran holding industrial e internacionalizado ha desembocado en una ¿indispensable? venta de un paquete de control al grupo francés Lafarge. Las cabeceras de la industria papelera (Torras Hostench) y de la química autóctona (grupo Cros), otros sectores en los que Cataluña dispone de grosor industrial, pasaron a manos kuwaitíes. Y en cuanto a la penúltima aventura de la banca catalana, con mayúsculas, mejor será que recuerden los archivos.

Pasaron unos trenes y nadie se encaramó a ellos. Pero quedan otros muchos: hay zonas del sector agroalimentario y de la distribución más o menos dispersas, con capacidad de locomotora; la siderurgia no integral ha iniciado algunas estrategias de grupo; en la industria turística está casi todo por hacer, y los retos de la dimensión siguen siendo actuales en el textil, los laboratorios farmacéuticos o la electrónica y la industria de la inteligencia, por no recordar más que algunos ejemplos en los que el microcosmos catalán resulta muy sugerente y bastante completable.

Para que Cataluña suba a esos trenes, sus agentes económicos deben enterrar en el baúl de los recuerdos los peores reflejos que se han cultivado en los últimos años: el victimismo que todo lo ahoga y su complemento, esa orgullosa autosatisfacción -el cofoïsme- propia de los mediocres que se autorreputan gigantes. Ambos defectos han sido cultivados de forma intensiva mediante la adulación frecuentemente practicada desde algunos puestos de la Administración autónoma.

Ha llegado un momento óptimo para rectificar. La liebre ha saltado por donde menos se esperaba, el sector financiero. El proyecto de fusión de dos importantes cajas de ahorro es,

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sobre todo, una oportunidad de establecer un sólido eje vertebrador de la economía catalana y de su aportación al conjunto español y europeo. Y es también un desencadenante potencial de otros diseños valientes. Lo es, naturalmente, porque, aunque tenga zonas de mucha sombra -los problemas fiscales y de dirección existentes uno a cada lado de la operación-, se trata de una fusión que permite crear una gran base operativa, nada menos que la primera entidad financiera española, con vistas a la presencia en toda España y en Europa -mediante la afloración de numerosas plusvalías latentes- asentada sobre una mayor solvencia.

Dicho de otro modo, la fusión que se pretende aparece como económicamente adecuada para las entidades implicadas en tanto suponga conseguir una masa crítica de maniobra, un volumen competitivo suficiente; implique resolver los problemas de equilibrio suscitados en el crecimiento de la más pequeña de las entidades, y desemboque en una clarificación del abigarrado mapa de las cajas (11 en Cataluña). La unificación en ciernes tiene además un doble valor añadido estratégico para la economía catalana: prefigura una columna vertebral -cohesionadora desde lo financiero- y actúa como mascarán de proa en la navegación hacia una nueva dimensión de las empresas. Desde que las dos cajas han empezado a dar sus primeros pasos, a los agentes económicos catalanes les está vedado seguir pensando en pequeño.

Claro está que esta ambición podría frustrarse. Por ejemplo, porque sus protagonistas acabasen por preferir la cómoda administración de lo ya adquirido -lo que por desgracia viene siendo la tónica de las cajas en sus empresas participadas, a las que poca innovación y estrategias han aportado-. O también porque los gobernantes autonómicos, que deben autorizar formalmente la fusión, llegasen a caer en el error de asfixiarla por motivos de importancia secundaria. En cualquier caso, serían culpas atribuibles únicamente a ciudadanos de Cataluña.

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