El segundo exilio de Goya
La exposición 'Obras maestras del Prado' en Ginebra recuerda el 50º aniversario del salvamento del tesoro artístico español
Del 4 al 9 de febrero de 1939, en 71 camiones, precipitadamente cargados por las fuerzas republicanas, en el caos del éxodo y bajo el sistemático bombardeo de la aviación de Franco, salía de España por la frontera francesa lo más grande de nuestro tesoro artístico. Allí viajaban en apretada compañía los Velázquez, los Goya y los Greco del Prado, las más importantes obras de la Real Academia de San Fernando, de El Escorial, del palacio Real, del palacio de Liria y de tantos otros museos, colecciones e iglesias españoles.Desde el comienzo de la contienda, el Gobierno de la República asumió la tarea de protección y puesta a salvo de los bienes culturales en peligro; la organización de la Junta Central del Tesoro Artístico por Josep Renau, director general de Bellas Artes, a cuyo frente pondría a Timoteo Pérez Rubio, catedrático y subdirector del Museo de Arte Moderno de Madrid, así como la puesta en funcionamiento de las juntas delegadas que actuaron en todo el territorio bajo mandato republicano, supusieron un paso importantísimo en la extraordinaria labor de protección del patrimonio artístico.
El Gobierno de la República decidió trasladar su residencia de Madrid a Valencia a principios de noviembre de 1936; salió de la capital el día 7, y tres días después lo hizo la primera expedición de obras de arte. Se iniciaba así una larga peregrinación que duraría cerca de tres años.
A finales de diciembre de 1938, el pintor José María Sert inició las gestiones para que la Oficina Internacional de Museos, organismo especializado de la Sociedad de Naciones, con sede en París, actuara inmediatamente para salvar las obras en peligro. Pero Joseph Avenol, secretario general de la Sociedad de Naciones, contrario a cualquier intervención en los asuntos españoles, estableció con Sert un plan de acción consistente en provocar una petición de intervención en el norte de Cataluña por parte de las fuerzas culturales de la Europa democrática, para después incitarles a actuar, dejando así a salvo la responsabilidad de la Sociedad de Naciones.
Tras las gestiones de Sert surgió el Comité Internacional para el Salvamento de los Tesoros de Arte Españoles. Aunque se pretendía que tuviera carácter privado contó, sin embargo, con el apoyo oficioso de los Gobiernos y con los fondos del Museo del Louvre. Estas aportaciones, a la vez públicas y privadas, demostraban el verdadero carácter del nuevo organismo. No era una organización internacional, al no estar constituido por Estados, pero, al mismo tiempo, el hecho de que sus miembros fueran directivos de organismos dependientes de la Administración le daba cierta categoría semioficial, a lo que se añadía el apoyo personal del secretario general de la Sociedad de Naciones.
Los dos delegados del Comité Internacional, el francés Jacques Jaujard y el británico Neil MacLaren, viajaron hasta el norte de Cataluña y entraron en contacto con el doctor Juan Negrín, presidente del Gobierno, y Julio Álvarez del Vayo, ministro de Estado, que contaron con el asesoramiento jurídico de Miguel A. Marín y técnico de Timoteo Pérez Rubio. Las negociaciones para conseguir la autorización para la evacuación de las obras fueron arduas y diriciles. Dos puntos principales centraban la preocupación republicana: la devolución de las obras una vez acabada la guerra y las garantías para que no fueran objeto de embargo en su traslado al extranjero.
Acuerdo en Figueras
Finalmente, el Acuerdo de Figueras fue firmado al anochecer del día 3 por Jaujard y Álvarez del Vayo, actuando como testigos MacLaren, Marín y Pérez Rubio. La evacuación de las obras de arte se inició aquella misma noche y finalizó el día 9, con la interrupción de los días 6 y 7, debido al bombardeo nacionalista que arreció sobre la zona. En estos cuatro días, por los pasos de Le Perthus, Cerbere y Les Illes, atravesaron la frontera francesa 71 camiones cargados y conducidos por las fuerzas republicanas, dirigida la evacuación por los responsables de la Junta Central del Tesoro Artístico con la colaboración de los miembros del Comité Internacional.
Las condiciones no podían ser más adversas, pero de todos los problemas que tuvo que afrontar la evacuación, el más grave lo constituyó el bombardeo sistemático de la Legión Cóndor, la Aviación Legionaria italiana y la aviación nacionalista sobre las poblaciones donde se encontraban los depósitos del tesoro artístico, así como sobre las carreteras.
A pesar de los insistentes telegramas de Sert, remitidos por el duque de Alba al general Jordana, solicitando la paralización del ataque aéreo y comunicando la zona de la evacuación a respetar, los acuses de recibo del ministro de Asuntos Exteriores nacionalista y las garantías de la detención del mismo, el bombardeo continuó sin interrupción.
El resultado de la evacuación fue en lo principal positivo, pues lo más importante del tesoro artístico almacenado en el norte de Cataluña pasó la frontera, desde donde fue enviado a los depósitos que el Comité Internacional había acondicionado en dos poblaciones cercanas. Finalmente, el 12 de febrero, un tren especial, cuidadosamente custodiado por gendarmes franceses, partió de Perpiñán transportando el precioso tesoro, llegando a Ginebra al anochecer del día siguiente. La aduana suiza pudo registrar, antes de su depósito en el Palacio de las Naciones, el total del cargamento: 1.868 cajas y un peso de 139.890 kilos.
Una deuda pendiente
La empresa de salvamento llevada a cabo por el Comité Internacional fue considerada por Gregorio Marañón como "una de las más hermosas y desinteresadas hazañas de nuestros tiempos". Sin embargo, el tratamiento que sus miembros mereció a los ojos del Gobierno de Franco fue desde la descalificación política, como enemigos del nuevo Estado, hasta la simple ignorancia por falta de entidad jurídica. Los nacionalistas los motejaron de "simpatizantes y protectores de los rojos" o de colaboradores de la odiada Sociedad de Naciones.El Gobierno de Franco, pocos días antes de anunciar su retirada de la organización ginebrina, sacó urgentemente las obras de arte del Palacio de las Naciones, rechazó las propuestas de exposiciones formuladas por el Comité Internacional -con el objetivo de reembolsarse los gastos del salvamento y revelar la importancia de lo salvado-, y concedió la muestra a la ciudad de Ginebra. En la inauguración prohibió la entrada a Avenol y a los miembros del Comité, sustrayéndoles, así como a los republicanos, todo mérito en la empresa del salvamento, afirmando que era el "Gobierno nacional" el que había "rescatado" las obras de manos de los "rojos" y de sus colaboradores. Cuando el Comité Intemacional, resignado a ser injustamente desplazado, reclamó el pago de los gastos ocasionados por la evacuación, que podían haber sido satisfechos con la sexta parte de lasganancias obtenidas en la exposición, el Gobierno de Franco se negó a reconocer la deuda.
Sea cual sea la perspectiva desde la que se trate este asunto histórico, la condición política que asignó el franquismo al Comité Internacional, para negarse a reconocer deuda alguna, era absolutamente irrelevante, pues destacaba, por encima de cualquier otra consideración, la condición cultural de sus miembros y de sus objetivos: la movilización de las fuerzas culturales para la protección del tesoro artístico español. Tampoco podía considerarse al Comité Internacional como una fuerza u organización extranjera que intervenía en un país que no era el suyo, pues no actuó sobre algo ajeno, sino sobre cosa propia, perteneciente a toda la humanidad.
Si puede afirmarse que hoy día -casi 50 aflos después- la deuda económica ha prescrito desde el punto de vista jurídico, la otra deuda, el reconocimiento de la labor de aquellos hombres de 1939, permanece como un débito histórico de tal importancia para nuestro legado cultural que sería de justicia que fuera sacada a la luz pública y rescatada del olvido impuesto por el pasado régimen. Que nadie pueda admirar estas obras inmortales sin asociarlas al recuerdo de aquellos que lo dieron todo, arriesgando su propia vida y arrostrando graves peligros, sin esperar otra recompensa que el haber participado en el salvamento de un patrimonio universal.
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