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Las buenas maneras

La reiterada concesión de premios literarios se ve salpicada a veces de reacciones airadas contra los propios premios, protagonizadas por los mismos galardonados. El autor, que ha sido jurado de los premios nacionales convocados por el Ministerio de Cultura, reflexiona sobre esta clase de reacciones.

Se oyen -aunque no sean, por lo demás, muy escuchadas- lamentaciones frecuentes a propósito del deterioro del lenguaje; y es que quienes, come, yo, tienen por profesión el cultivo de las letras y, en consecuencia, suelen expresarse públicamente por escrito, propenden a prestar atención principal a algo que no es, en definitiva, sino manifestación particular en este campo de un fenómeno general, ligado, sin duda, a las transformaciones que la sociedad ha venido experimentando con aceleración creciente a lo largo de nuestro siglo. Quiero decir que la pérdida de la buena educación idiomática es tan sólo un aspecto de la pérdida de maneras que, de un modo desenfadado y hasta con alarde, puede observarse en el trato recíproco entre las gentes.Lejos de mi ánimo el vituperar lo que obedece a causas profundas, que quizá sea incluso saludable y que, en cualquier caso, resulta por ello tan inevitable como a la postre conveniente. Quienes estudian comparativamente distintas sociedades, o etapas diferentes de una misma sociedad, saben demasiado bien que a veces las pautas de conducta rigurosamente estrictas, los ceremoniales puntillosamente regulados, si bien crean un sentimiento de seguridad en las gentes al instruirlas de lo que en cada circunstancia debe hacerse y cómo, pueden en su exceso llegar a constituir trabas nocivas para el desenvolvimiento humano tanto en lo privado de la esfera individual como en el plano colectivo; y es así como, de cuando en cuando sobrevienen en el curso de la historia momentos de relajación, que escandalízan a los movimientos, indispensable para operar transformaciones necesarias en la ordenación de la vida colectiva.

Son aquellos momentos en que se repudian por ridículos los anteriores formalismos, aunque, por paradoja, el nuevo abandono de toda formalidad (en el vestir, en el tratamiento y, por supuesto, en el lenguaje), pase a convertirse a su vez en una obligatoria pauta de conducta cuya vulneración estará tan mal vista como lo estaban antes las imperdonables faltas de educación, las maneras zafias susceptibles de ocasionar burla y repudio.

Esto por cuanto se refiere a un fenómeno de general y profundo alcance dentro del que se inscriben, entre otros fenómenos, los malos usos idiomáticos del vulgo que los hombres de letras suelen reprender y fustigar; pero hay que decirlo: también en el distinguido y refinado círculo de los hombres de letras suele la común permisibilidad dar lugar a espectáculos de grosera descompostura, más graves quizá que las diversas prevaricaciones del lenguaje que se fustigan en el vulgo. La común e ilimitada licencia vigente, las consabidas virtudes de la más abierta sinceridad, el que sea admisible expresar sin inhibición ni freno ni consideraciones de clase alguna lo que a cada cual se le antoje en cualquier lugar y momento, hace que de vez en cuando algunos maestros del idioma o del pensamiento se permitan dar salida impulsivamente a sentimientos espontáneos poco dignos, sin el decente disimulo exigido por las buenas maneras.

Mal tono

Son reacciones de mal tono, imprensentables -valga la palabra-, disparadas muchas veces por el resentimiento, por la vanidad o simplemente por olvido de esa elemental circunspección que el respeto al prójimo prescribe. Imaginemos el caso de un sabio a quien en el recluso santuario de su monacal celda le ha llegado la notificación de que, como reconocimiento a su labor científica, se le ha concedido un premio; o el caso de un pensador, el mérito de cuyas lucubraciones ha sido celebrado de igual manera...

Los premios -hay que decirlo-, en cuanto implican revalidación social de las actividades creativas, prestándoles un revestimiento que en cierta manera las oficializa, esto es, las solidifica y quizá fosiliza, llevan siempre consigo algo de ambiguo, de sospechoso, de peligroso. Pueden ser traicioneros, pueden traerle a quien los recibe un regalo mortal (recordemos que en algunos idiomas la misma palabra regalo significa también veneno), y por eso no es extraño que sean mirados, a la vez que con deseo, con una sombra de recelo, y en bastantes casos con fingido desdén; no es extraño, incluso, que hasta ocasionen en quien los recibe, pese a su agrado y aun su agradecimiento, cierta sensación de incomodidad. Por supuesto, tampoco han faltado ejemplos de premios rechazados, y uno de los más notorios fue el Nobel que Sartre repudió. Mediante ese acto de soberbia (que, bien visto, ocultaba en el fondo un respeto excesivo hacia galardón que otros acaso reciben con sonriente buena gracia y corteses expresiones de gratitud, sin por ello concederle importancia mayor), el filósofo añadía a la gloriola de haberlo obtenido la vanagloria de haberlo desdeñado. A cambio del beneficio político-literario que a él pudo reportarle su gesto aparatoso, el escritor existencialista francés renunciaba por lo menos a los gajes de carácter económico que el premio comporta.

Era, claro está, el menor precio a pagar por tanta arrogancia. Con todo, habría de haber quienes no tuvieran empacho en embolsarse -para aplicarla a sus caridades, se entiende- la dotación de su premio respectivo, sin perjuicio de desplegar un displicente desdén, ofensivo para los pobres necios que se lo habían procurado...

Una tan incivil desconsideración, tan zafia carencia de buenas maneras en príncipes de las letras y del pensamiento, cuando en alguna ocasión aparece, ha de resultar de más penoso efecto, al fin y al cabo, que aquellas usuales prevaricaciones idiomáticas que solemos reprobar en el habla del vulgo y en el discurso de los semicultos.

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