La reforma pendiente
LA AMPLIA normativa sobre incompatibilidades alumbrada en los últimos años en España tenía por fin acabar con la inmoral práctica -bastante extendida en el pasado, sobre todo en los altos niveles de la función pública- de servir al Estado por la mañana y servirse de él por la tarde, utilizando conocimientos, relaciones e influencias oficiales en provecho de intereses privados. En tan escandalosa actuación han cabido conductas más o menos honestas y otras claramente deshonestas: desde la del funcionario modesto que completaba sus ingresos con un segundo puesto de trabajo, a la del abogado del Estado que no ponía reparo moral alguno en pleitear contra el Estado desde su bufete privado, o a las de aquellos funcionarios con posibilidades de lucrarse con pedidos de la Administración astutamente trasvasados a sus empresas particulares.No es seguro que actualmente hayan desaparecido estos parasitarios comportamientos individuales que, durante tanto tiempo, han imposibilitado en España el desarrollo de una ética de lo público que protegiese los bienes, que son de todos, de su patrimonialización y despilfarro por desaprensivos bien situados en el entramado del Estado. El caso del alto directivo de Tabacalera que alternaba su trabajo en esta empresa pública con la de asesor jurídico de La Caixa es un ejemplo de moral laxa y permisiva que algunos practican sin remordimiento alguno cuando lo que está en juego son intereses públicos.
La reforma de la Administración del Estado -gran reclamo electoral con el que los socialistas llegaron al poder hace siete años- pretendía, entre otros supuestos, establecer unas pautas morales básicas en el desempeño de la función pública. Tan ambicioso y justo objetivo ha quedado reducido en la práctica a algunas medidas inconexas, poco operativas y absolutamente insuficientes para motivar la adhesión racional, ya que no el entusiasmo, de los funcionarios. Algunas de estas medidas, como la generalización del reloj en la entrada de las oficinas públicas, fueron implantadas con una excesiva carga moralizante. Otras, como la mejora de los servicios de ventanilla, fueron pensadas más bien como una operación de imagen.
No puede decirse que los contactos de los ciudadanos corrientes con la Administración sean menos penosos ahora de lo que siempre han sido: el del enfermo que acude a la Seguridad Social, el del estudiante a matricularse, el del contribuyente a pagar la contribución o reclamar la devolución de un gravamen indebido, el del lector de una biblioteca pública a retirar un libro, el del pensionista a recibir su pensión, el del ama de casa a denunciar los precios abusivos del mercado o el del empresario a conseguir los permisos para la apertura de su establecimiento.
El régimen de incompatibilidades o la exigencia del cumplimiento del horario laboral son medidas necesarias pero insuficientes para construir una administración pública profesionalizada y eficaz. Si el sistema retributivo y la organización del trabajo administrativo no tienden a equipararse a las pautas que rigen en la empresa moderna, la situación actual persistirá: una masa desmotivada y rutinaria de funcionarios, incapacitada para ofrecer a los ciudadanos el servicio de calidad a que tienen derecho y el flujo continuo de la elite de los altos cuerpos funcionariales hacia los dominios más acogedores del sector privado.
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