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Un escritor en el zoco

¿A qué cretino de alma poética se le ocurriría instaurar en Madrid una Feria del Libro que se celebrara anualmente a finales de mayo -es decir, en un período más o menos lírico, sí, pero durante el cual siempre, siempre llueve-? Esto es lo primero que uno se pregunta cada año antes de ponerse en camino hacia el parque del Retiro con objeto de visitarla.Cada año que pasa, la Feria del Libro de Madrid se asemeja más a un zoco: hay en ella tenderetes de chucherías, chiringuitos bulliciosos, carteristas, poetas iluminados y proféticos que te conminan a comprarles sus versos fotocopiados mientras se mesan las barbas o se rascan la entrepierna, perros histéricos por el vocerío, niños alicaídos a causa del cansancio o felices de ver a sus progenitores zarandeados y pisoteados, intelectuales altivos compradores desconcertados, vendedores ora agitanados ora displicentes, y escritores.

Estos últimos, sobre todo, resultan fascinantes: los hay que se abren camino entre la multitud con una sonrisa beatífica en los labios, como si fueran pastores pasando revista a su rebaño; los hay que languidecen dentro de las casetas, esperando con fingida indiferencia que alguien les pida una firma, y los hay -el plural es abusivo: me refiero a Vizcaíno Casas- que tienen que hacer ejercicios para desentumecerse los dedos, entorpecidos de tanto dedicar y dedicar; los hay, en fin, que procuran pasar inadvertidos -para ello, no tienen que esforzarse mucho-, vigilando de reojo las ventas de sus rivales y, si a éstos les van bien, guiñando los ojos para que no les delate el verde o amarillo fulgor de sus miradas de envidia. Un zoco, pues. O lo que es lo mismo: un espectáculo especialmente regocijante para quien no tenga los pies demasiado delicados o un concepto excesivamente idealista del hecho literario. La vida es, barojianamente, ansí: municipal y espesa.

¿Qué compra la multitud que se apretuja y se atropella, que se achula o se achica en un intento, realmente desesperado en las horas punta, de llegar hasta los libros expuestos? Este año, por lo que se ve y por lo que me contaron, el bodrio de Salman Rushdie -un autor al que, aparte de Jomeini y sus secuaces, sólo se ha tomado en serio, patéticamente, nuestro actual ministro de Cultura, quien, confundiendo la gimnasia con la magnesia, parece decidido a seguir enfrentándose no sé si con Carrillo o con Stalin por persona interpuesta-; El invierno en Lisboa y Beltenebros, de Antonio Muñoz Molina -lo que prueba la influencia cultural de los medios de comunicación, crítica incluida, en capas cada vez más amplias de nuestra sociedad-, y Filomeno, a mi pesar, de Gonzalo Torrente Ballester -un testimonio más de que el Premio Planeta sigue siendo respetado por la mayoría y de que encierra una gran verdad ese refrán que dice: gana fama (televisiva) y échate a dormir. (Nota al margen: estos cuatro libros triunfadores han sido editados por Manuel Lara, lo cual indica que, contra tanto pronóstico interesado o rencoroso, el viejo león ni está cansado ni está dormido.)

¿Será preciso señalar, a la vista de todo lo que antecede, que al volver a casa, derrengado, me sumergí en la lectura del que, a mi parecer, hubiera debido ser el libro de la feria de este año: Groucho & Chico, abogados, de los Hermanos Marx (Tusquets Editores)? Así lo hago, por si acaso.

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