De luna y plata
A Gelabert parece interesarle del mundo de los toros no el colorido ni el espectáculo ni los demás aspectos obvios y rituales de la fiesta, sino el enfrentamiento del hombre consigo mismo que la elaborada metáfora de la fiesta encierra. En este sentido, la elección de la figura de Belmonte -que más que ningún otro torero se jugó la vida "robándole los terrenos al toro" para después escoger libremente el momento y la forma de su propia muerte- es uno de los muchos aciertos de este espectáculo, que cuenta con una música rica y sugerente de Carles Santos, y un imaginativo diseño escénico y de vestuario de Frederic Amat.Gelabert, como siempre hizo Juan Belmonte, juega contra el tópico con inteligencia: a la mitología del sol y la luz opone la oscuridad y la luna, apoyándose en el aprendizaje nocturno del torero. Al oro y la simbología terrenal de la arena, una visión acuática, marina y plateada (los adornos del traje de luces y las patas de los propios toros están hechos de conchas y escamas). Al redondel de la plaza, un colchón cuadrado que pende vertical en mitad del espacio escénico. A la figura femenina -madre, amante, éxito, muerte, etcétera- directamente la encierra en una jaula.
Belmonte
Coreografía y dirección: Cesc Gelabert y Lydia Azzopardi. Escenografía y vestuario: Frederic Amat. Luces: C. Gelabert y Jordi Llongueras. Banda de música de la diputación de Zaragoza, dirigida por Carles Santos. Ciclo Madrid en Danza. Teatro Albéniz, 18 de mayo.
El espectáculo, que tiene calidad conceptual y visual, y sobre el que se derrama la música de Santos como agua de mayo, no alcanza, sin embargo, el grado de fascinación que cabría esperar porque le falla el desarrollo coreográfico que debería ser su principal soporte. Gelabert es fundamentalmente un autor de solos y ha desarrollado su propio lenguaje coreográfico a partir de su movimiento personal. El solo de 20 minutos con que arranca la obra tiene fuerza y alcanza momentos bellos dentro del terreno restringido que él mismo se marca, aunque le sobra la mitad. Pero el movimiento pierde claridad y garra expresiva al abarcar el espacio propiamente coreográfico y tratar de organizar las evoluciones de los demás, sobre todo en las escenas con el toro -representado por un cuarteto de bailarines- que se alargan sin medida. El tedio se instala, sólo salvado en la última parte por la proyección de fragmentos del No-Do donde puede verse a Belmonte toreando, charlando o yacente, y que saben a poco.
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