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Tribuna
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La laguna

El Estado de libertades no puede serlo más que si es un Estado de derecho. Es cierto que las leyes pueden conferir derechos y libertades irrisorios por falta de sustentación económica y social de los burlados titulares de esos derechos y libertades. Pero no es menos cierto que si las leyes no los confieren, éstos no existen más que como facultades que son prolongación de la fuerza y poder efectivo de quienes los ostentan o ejercen: la falta de leyes se convierte, por necesidad, en la ley del más fuerte.Pero las leyes no bastan. Las leyes son textos escritos más o menos farragosos. Un Estado de libertades no puede serlo más que si es un Estado de derecho. Pero un Estado de derecho no puede serlo más que si es un Estado de jueces que, independientes de cualquier otro poder, garanticen la efectiva aplicación de ese derecho y, por tanto, la efectiva virtualidad de aquellas libertades. Sin jueces no hay libertades, sin jueces no hay, derechos, ni fundamentales, ni de los otros, ni humanos, ni menos humanos.

Por eso, si el principio de tutela efectiva de los derechos por los jueces y tribunales no es nítidamente eficaz, sin quiebra alguna, el sistema de libertades se empequeñece y puede, al fin, hasta llegar a desaparecer. En el mundo actual, al menos en nuestra parte del mundo, todos quieren rodearse de la respetabilidad del Estado de derecho. De ahí que para un ejercicio cómodo y eficaz del poder (naturalmente, el ejecutivo) sea conveniente lo que podríamos llamar la docilidad, o al menos la comprensión de los jueces para las actuaciones de aquél.

No debe extrañar, en consecuencia, que el poder ejecutivo busque en primer lugar jueces con afinidades ideológicas. El poder ejecutivo está en condiciones de marcar su impronta en el cuerpo judicial si las circunstancias políticas e históricas permiten una acción continuada sobre él. Lo que resulta más fácil y evidente para algunos órganos judiciales concretos que para otros o para el conjunto. El caso más notorio es, en nuestro sistema, el Tribunal Constitucional. El actual es, al menos en apariencia, más afín al Ejecutivo que el primero que se designó después de la Constitución.

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Hasta aquí, sin embargo, no hay motivo de escándalo grave. Aunque el cuerpo judicial podría ser en conjunto más autónomo de lo que es, y el Consejo General del Poder Judicial, más autónomo y más neutro, y no vendría mal a los ciudadanos. Pero el escándalo grave surge cuando algún órgano del sistema judicial, por afinidad ideológica y por otras motivaciones menos nítidas, lleva su comprensión hasta el extremo de permitir que las razones del poder prevalezcan sobre los derechos tan solemnemente proclamados en la Constitución y tan pomposamente reafirmados día tras día en numerosas sentencias de órganos jurisdiccionales de todo rango y condición. Cuando así sucede, aunque sea en un solo caso, nuestra tranquilidad como titulares de derechos disminuye y nuestra inseguridad en cuanto ciudadanos aumenta. Porque, aunque las leyes por las que nos regimos no tienen, claro, valor absoluto, hay límites infranqueables si se quiere mantener la integridad del Estado de libertades.

La primera quiebra sonada de esa integridad fue la primera sentencia del Tribunal Constitucional en el caso Rumasa. Aquello fue muy penoso además por el tribunal que intervino en una decisión definitiva; ya han corrido años y mucha tinta, pero ni la posterior conducta, estrambótica a veces o incluso antijurídica, del principal afectado puede lavar aquella mancha; precisamente el sistema de libertades se pone a prueba, como es sabido, en los casos extraños o casos límite.No tengo información o memoria para decir que no se haya producido, hasta lo que luego referiré, ninguna otra falla. Pero no recuerdo a un tribunal o juez siendo tan comprensivo como entonces con las razones del poder en ningún otro enfrentamiento de la cima del Ejecutivo con sujetos concretos. Hasta ahora.

Ahora se ha producido otro caso de comprensión en asunto mucho más grave. El órgano, la Sala Tercera de lo Penal de la Audiencia Nacional; el caso, los GAL y todo eso; la decisión, un auto judicial para el recuerdo; la argumentación, peregrina y, a la vez, terrible. Peregrina porque ese tribunal confunde la exoneración legal de llevar un registro contable de unos gastos públicos con la imposibilidad legal de control judicial penal de una actuación de órganos públicos. ¿Es que no existe en el mundo de los procesos penales más prueba que la documental? Ya sabemos que la memoria es frágil, pero ¿es que alguna ley impide al tribunal comprobar al menos la fragilidad de la memoria humana? Es evidente que si, además de no existir obligación de documentar los gastos reservados, éstos no se han documentado, o los documentos se han perdido o destruido, la prueba documental no aparecerá, y no quedará más que el testimonio de los afectados, testimonio que incluso podrían negarse a prestar en virtud de otro derecho fundamental a que se refiere el artículo 24 de la Constitución: el de no declarar contra sí mismos.Pero la argumentación es además terrible: el crimen puede estar legalmente cubierto por la razón de Estado. Esta proposición tiene probablemente muchos adeptos, sobre todo si se trata de la persecución de actos tan repulsivos como los que ejecuta ETA. Pero es la quiebra de uno de los fundamentos del Estado de libertades. No resulta fácil ver esa laguna legal de que habla el tribunal, ni excepciones a la tutela judicial efectiva en ese artículo 24 de la Constitución. Si las hay, habría que concluir que al menos algunos de los que hicieron la Constitución no sabían lo que hacían. Pero estoy seguro de que sí sabían lo que hacían, y de otras cosas más. Señores magistrados: esa ley de que ustedes hablan no es nuestra ley.

El poder ejecutivo se rodea de vivos y atractivos colores. Empeñado en cruzadas excelsas y obligaciones enojosas, legitimado por unos mecanismos democráticos y con alguna influencia, más o menos indirecta, en la vida y profesión de los jueces, practica con éstos, de diversas maneras, la tentación de la comprensión. ¿Quién no comprende lo arduo de la lucha antiterrorista, o la justicia que hay en los objetivos de la cruzada para terminar con el fraude fiscal o para descubrir a los traficantes de la muerte por ingestión de drogas? La comprensión e identificación con el fin puede llevar en ocasiones a una peligrosa debilidad en la aceptación, de un modo u otro, de los medios. La tentación de la comprensión de los medios que se explican por la razón de Estado es la más artera, la más peligrosa, la peor que puede rondar al cuerpo judicial en un Estado de libertades.

Al fin, si las cosas siguen como parece que están, es posible que todo este tenebroso asunto termine en una condena de dos policías. A muchos nos quedará la duda de si se habrá producido un triunfo más del tartufismo público y un exceso de cinismo en los resultados, y la certeza de que nuestro sistema de libertades ha sufrido un hachazo despiadado. Una versión actualizada y especialmente repugnante de una antiquísima vulneración del principio de igualdad ante la ley: el privilegio de la exención del fuero judicial. Aunque ya la televisión del Gobierno y los razonadores afectos se encargarán de transformar esta vejación en un ejemplo de buen hacer, de rigurosa moral política, de sublime eficacia, por el bien de todos nosotros. Ojalá nos convenzan: seríamos más felices.

Y no se piense que se trata de conseguir ver entre rejas a algún personaje ilustre. Se trata precisamente de evitar la deslegitimación del poder. Siempre he estado convencido de que los jueces no llegarían a saber en este asunto toda la verdad, ya que frente al vicio de preguntar está la virtud de callar. Lo que apesadumbra es que digan que así es conforme a derecho, una suerte de legalización de la ilegalidad, y que a ningún efecto se pueda saber quiénes han incurrido en desmemoria o prudencia. Ni responsabilidad penal, ni civil, ni política, ni un sonrojo pasajero. Una cosa es que tengamos que pasar por tontos y otra que tengamos que tragar ruedas de molino. Cuando los asuntos se llevan tan mal hay que pagar algún precio, aunque sea simbólico; un precio que sea el tributo pagado a la intangibilidad de los principios.

Por lo demás, con esta fórmula tan descargada se estimulan todas las sospechas. Pero la sospecha y el comentario de mentidero no son solución en un Estado de libertades. La inmensa chapuza puede terminar, al parecer, en algo que da sencillamente asco.

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