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El mal

Rafael Argullol

¿Estamos experimentando el fin del mal? No, por supuesto, de la maldad o del daño como encarnaciones de un mal cotidiano, sino de la idea del mal como conciencia negativa ante lo enemigo o simplemente lo desconocido. A lo largo de su historia, el hombre, mediante representaciones tenebrosas de lo otro, se ha enfrentado a las máscaras adversas forjadas por él mismo para cubrir el rostro ajeno. Y esas máscaras le han permitido calibrar, aunque fuera sólo simbólicamente, las miradas que acechaban su propio bien. Así han podido surgir los sucesivos infiernos, los sobrenaturales y los puramente terrenos, frutos ambos del terror, aunque con la particularidad de ser estos últimos el resultado del terror al hombre mismo.Podemos intuir a qué se asimilaba la idea del mal en épocas anteriores. Entre los antiguos griegos, donde estaba lejos de ser unívoca, se vinculaba probablemente, entre otras, a nociones como las de hybris o até, con sus contenidos de desmesura y ceguera. En la tradición cristiana, de manera más taxativa, se asoció a la transgresión de la ley de Dios y, consecuentemente, a la dimensión condenatoria del pecado. La geografía de los ultramundos (paraíso, infierno y paulatinamente, como solución intermedia, purgatorio) otorgaba un específico destino diferenciador a los que hacían el bien en relación a los que hacían el mal. Y a éste respecto, una de las obras literarias consideradas más terribles, La Divina Comedia, es, vista desde otro ángulo, de las más tranquilizadoras: con su geometría perfecta del universo y con su estricto catálogo de delitos, Dante muestra con nitidez inigualada sus fronteras entre el bien y el mal. Compárese la férrea convicción del poeta florentino con la tesis, casi inaudita por moderna, que 300 años después, a finales del siglo XVI, sostiene Christopher Marlowe: "El infierno está donde estamos nosotros".

Una afirmación de este tipo es revolucionaria porque descoloca el lugar ideal del mal introduciendo una inquietante ambigüedad en nuestro orden natural y moral, al tiempo que desmiente la tendencia maniquea con que el hombre ha explicado por lo general su existencia en el mundo. El hombre ha recurrido a la satanización de lo otro para crearse la ilusión de salvar su ciudadela y, de modo simétrico, ha procedido a su divinización cuando, desprovisto de esta ilusión, ha proyectado extramuros su sed de esperanza. Así, alternativamente, ha podido expresar su horror a los bárbaros o esperar su llegada. En buena parte, la historia de las ideologías, incluidas las modernas, podría cifrarse en este contraste de posiciones ante el afuera del propio orden: unas, reflejando el mal que acecha; otras, por el contrario, el bien que promete.

En el transcurso de los dos últimos siglos, la secularización progresiva de la conciencia occidental ha desviado los procesos de divinización o satanización hacia el territorio de las utopías políticas y técnicas. De este modo, la espera del dios desconocido, al que la humanidad todavía no ha tenido acceso, andaba pareja con el temor a la irrupción demoniaca de un peligro definitivo. Es demasiado conocida la función sagrada, desde ambas perspectivas, de las grandes utopías políticas para insistir en ello. Sí vale la pena recordar, por contra, que los valores de benignidad o malignidad de la técnica, en cuanto dominio humano de la naturaleza, han sido menos lineales de lo que por lo común se afirma. La naturaleza, para nuestra cultura, no ha sido sólo benefactora, sino frecuentemente maléfica, y en algunas hipótesis (Sade, Leopardi), el mal mismo. Y como contrapartida, la técnica no ha sido sólo una agresión contra la naturaleza, sino también la enconada defensa del hombre frente a la impotencia que por naturaleza le corresponde. En este sentido, la técnica ha significado la principal fuente de ensoñación utópica que el hombre ha poseído ante el radical mal de su insuficiencia. Únicamente cuando la técnica se ha vuelto también contra él esta ensonación ha podido convertirse en pesadilla.

Con el desvanecimiento de las utopías políticas y la perplejidad ante las consecuencias de las utopías técnicas, la situación de la ciudadela occidental se ha hecho paradójica en las últimas décadas: incapaz de alinearse con fuerza salvadora en ninguna alternativa hacia el bien, tiende a diluir con igual falta de convicción toda identificación del mal. Es cierto que de cuando en cuando se conmueve al percibir arremetidas ajenas y por unos días sus centros de producción de actualidad (es decir, de reafidad) le alertan sobre supervivencias hostiles.

El islam, con su fanatismo de la fe, o el distanciadoramente llamado Tercer Mundo, con sus miserias y guerras locales, son amenazas, violentas en ocasiones, pero en el fondo coyunturales, porque desde la mentalidad de la ciudadela sólo representan actitudes atrasadas en relación a lo que cuenta de verdad en nuestro mundo. Pasadas las esporádicas amenazas, los mismos centros de producción de actualidad nos devolverán a la evidencia de que nada tiene importancia más allá de los muros.

Se puede argumentar que más allá de los muros está precisamente, y como incógnita abrumadora, el más allá, el auténtico contrapunto de los destinos humanos, con respecto al cual se han elaborado las máxi mas expectativas de bien y mal, sea desde un prisma religioso (salvación y condenación), sea desde una afirmación genuinamente terrena (vida y muerte). ¿También carece de importancia? Quizá no, pero ha sido reducido al olvido o, si se prefiere, a la simulación del olvido. Nada más elocuente para comprobarlo que advertir la evolución última del tratamiento social de la muerte, y acaso mejor, del hecho de la muerte, que ha entrañado todas las variaciones: como camino hacia el bien o el mal, en los creyentes religiosos; como pérdida infeliz o feliz huida, en los no creyentes. En nuestros días, el testimonio público de tal hecho se ha estrechado tanto que casi ha quedado relegado al silencio. Un pragmatismo insospechado, y al unísono sospechoso, ha eliminado de nuestras conversaciones las viejas preguntas (¿metafísicas?), desplazándolas como máximo a la estricta esfera de la intimidad. No hablamos de paraísos o infiernos porque desconfiamos del deseo y disimulamos el miedo. E incluso consideramos de mal gusto referirnos a uno y otro.

¿El infierno sigue estando donde estamos nosotros? Es dudoso que ésta sea todavía una premisa aceptada. Lo era hasta tiempos cercanos, bajo el impacto de ciertas imágenes del mal, como las últimas guerras y exterminios. En especial bajo la de la autodestrucción. Pero asimismo esas imágenes son vampirizadas por el omniabarcador consumo del presente que se hace necesario para alimentar el olvido. Forman parte ya de nuestro museo, que de cuando en cuando visitamos para ratificarnos en nuestra distinta situación. El mal y los viejos infiernos quedan atrás. Al menos, la ciudadela sobrevive el margen de ellos. Tal vez sea suficiente. El olvido y el silencio han exorcizado los demonios de antaño. Hemos aprendido a callar mientras fingimos que hablamos. Así nos parece que alejamos aquellas preguntas ya gastadas que en nada servirían a nuestra vida actual. Aunque en ocasiones algunas sombras turban la ley no escrita que nos prohibe interrogarnos. Y entonces resuena un eco de las palabras de Marlowe: "El infierno está donde nosotros callamos".

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