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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Súbditos, no ciudadanos

DESDE LARRA hasta nuestros días ha llovido mucho, aunque no, al parecer, para determinadas prácticas de la Administración que, guarecidas bajo el paraguas de los vicios del pasado, son absolutamente impermeables al paso del tiempo y a la mudanza de las costumbres. El relato publicado por este periódico (ver EL PAÍS, 8 de mayo) sobre las reclamaciones al Estado de indemnización por error judicial o por anormal funcionamiento de la justicia ilustra perfectamente sobre el principio del vuelva usted mañana aplicado como coraza y como disuasión contra aquellos que se atreven, si antes no han desmayado en el intento, a reclamar lo que consideran su razón ante las administraciones públicas.En su momento, el reconocimiento de este derecho se presentó como una conquista fundamental del ciudadano frente al absolutismo de la Administración. Y lo es ciertamente, pero a condición de que la propia Administración no lo anule de hecho interpretándolo con criterios tan restrictivos que lo hagan inviable en la práctica. Algo así debe estar ocurriendo si se tiene en cuenta que de las 367 reclamaciones presentadas sólo 12 han sido admitidas por el Ministerio de Justicia. De éstas, la mayoría responde a manifiestos actos de incuria, como pérdida de joyas, dinero o documentos en los juzgados que los custodiaban. Se cuentan con los dedos de una mano las que han sido aceptadas como justa y obligada reparación por daños ocasionados por el mal funcionamiento de la maquinaria judicial. Se llega así a situaciones en las que el mismo ciudadano que alimenta con sus impuestos la maquinaria estatal se encuentra absolutamente indefenso ante los errores, abusos o arbitrariedades de esa misma maquinaria.

Una sociedad moderna se diferencia de otra que no lo es fundamentalmente por el tipo de relación existente entre Administración y administrados, entre gobernantes y gobernados. En este punto, España queda todavía lejos de la modernidad. La Administración pública sigue tratando al administrado más como súbdito que como ciudadano. En la inmensa mayoría de los casos, su primera respuesta ante cualquier reclamación ciudadana es el silencio (silencio administrativo, según término acuñado legalmente); o, cuando esto no ocurre, el puro y simple rechazo de la pretensión planteada. No importa que esté razonablemente fundada y que más tarde algún órgano admimstrativo superior la admita o sean los tribunales de justicia los que terminen estimándola. Al final, la Administración, actuando como el más avezado de los pleitistas, habrá ganado tiempo y dinero, aunque sea a costa de que haya perdido uno y otro el ciudadano.

Lo que ocurre en el terreno de la justicia se repite con igual intensidad en cualquier parcela de las administraciones públicas: Sanidad, Seguridad Social, pensiones, Correos o Hacienda pública. La duda no se resuelve en principio a favor del administrado, sino de los intereses de la Administración. Las exigencias legales y los plazos perentorios que rigen cuando se trata de los deberes del ciudadano se convierten en laxitud e indolencia cuando se trata de los de la Administración. Esta actitud no responde sólo al despotismo arbitrario con que, con frecuencia, se producen los administradores; juegan sobre todo con el desestimiento al que se abandona la inmensa mayoría de los administrados ante los trabajos de Hércules en que se convierte a menudo la más simple reclamación de un derecho.

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Entre tanto, sigue pendiente todavía la reforma de la Administración del Estado prevista en la Constitución de 1978. Los socialistas, que se presentaron en 1982 como moralizadores de la cosa pública, la incluían como una de sus prioridades en el programa con el que llegaron al Gobierno hace ya siete años. Los retoques parciales llevados a cabo desde entonces no han mejorado el funcionamiento de los organismos oficiales desde el punto de vista de la eficacia y la gestión, y menos aún en lo que se refiere a la mejora de trato al ciudadano. Las deficiencias de las leyes, el recurso a métodos amenazantes y a veces dudosamente constitucionales, los actos de vejación y de desprecio, la indefensión práctica y la inseguridad jurídica son rasgos que siguen definiendo las relaciones del ciudadano con la Administración española en las postrimerías del siglo XX.

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