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Una revolución en las urnas

M. A. B. El presidente Ortega tiene el habla enjuta, como la economía de su país. Se cuida los flancos, trata de borrar las pistas, y sabe que de los silencios es uno siempre más dueño que de las palabras. En su residencia de El Carmen recibe al visitante en un porche en torno a un juego de mecedoras, un ministro, y una secretaria que hace de amanuense de su discurso.

El presidente Ortega mira el inmediato presente a través de unas gruesas gafas de plurimiopía, y el que se cierne tras las elecciones del 25 de febrero del año próximo, con sólido convencimiento de que lo que el presidente Reagan no pudo desatar en ocho años el hombre ya no lo podrá desatar por muchos más. Está persuadido de que el sandinismo, con todos sus errores, que reconoce presuroso en un ejercicio de pluralismo unipersonal, ha hecho siempre lo mejor para Nicaragua. Hay quien piensa que el Frente sandinista está dispuesto a elecciones con todas las garantías democráticas confiando tanto en sus fuerzas como en el caos multipartidario de la oposición, y que jugar el juego de la democracia le puede entregar el poder por muchos años. Quizá el líder de Nicaragua sueña con el PRI mexicano, envidia de todos los hegemonismos revolucionarios.

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El presidente Ortega sabe que las elecciones presidenciales, legislativas y municipales de febrero se celebrarán bajo la mirada escrutadora de Occidente, y que hasta el soviético Gorbachov ha votado por anticipado por una Nicaragua que no se parezca en nada a la Cuba castrista. Daniel Ortega, elegido en 1984 candidato a una presidencia que las circunstancias hacían suya de antemano, como compromiso entre facciones de un sandinismo revuelto pero no dividido, sabe que su legitimidad será muy otra si gana en la hora de la libertad. Entonces, tendrá probablemente la oportunidad de dejar de ser un primus inter pares para convertirse en el primer presidente plenamente democrático de una revolución institucionalizada.

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