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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

¿Quién no cumple?

EL DISCURSO del cardenal Suquía ante la asamblea plenaria de la Conferencia Episcopal es el reflejo de una interpretación sesgada de unos acuerdos -los firmados entre el Estado español y la Santa Sede en 1979- cuyos términos obligan por igual a las dos partes. La beligerancia del discurso en contra del Gobierno socialista se hace más notoria cuanto se echa en falta la más mínima referencia autocrítica a posibles fallos propios en el cumplimiento de los citados acuerdos. Una actitud que se hace sobre todo evidente en el tratamiento que el cardenal de Madrid proporciona al tema de la financiación estatal de la Iglesia (costes de personal y culto) y a la insuficiente respuesta dada por los católicos durante el primer año de vigencia del llamado impuesto religioso.

De su discurso parece deducirse que el verdadero culpable de la tibieza de los católicos en socorrer económicamente a la Iglesia católica es el Ejecutivo, que no habría cumplido los acuerdos económicos suscritos entre el Estado español y la Santa Sede en 1979. Si a alguna de las partes hubiera que reprochar su escasa predisposición a respetar la letra y el espíritu de tales acuerdos sería a la actual jerarquía eclesiástica, que admite sin rubor que la autofinanciación prevista en los mismos habría que dejarla ad calendas graecas.

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No puede afirmarse sin más que la determinación del porcentaje de la asignación tributaria -el 0,52% de la cuota íntegra del IRPF- destinado por el Gobierno para el sostenimiento económico de la Iglesia católica y a otros fines sociales hubiera debido ser negociado previamente. Lo, que los acuerdos Iglesia-Estado establecen es que durante tres años el Estado se obliga a cubrir la diferencia que pudiera resultar entre lo recaudado y el montante de la tradicional dotación presupuestaria a la Iglesia católica, diferencia que este año supera los 8.000 millones de pesetas.

El Gobierno, que lo es de una sociedad pluralista, no puede dejar de ser sensible a los amplios sectores que cuestionan la legalidad de la financiación explícita o encubierta con fondos públicos de instituciones religiosas. Lo cual no quiere decir que el Estado deba negar todo tipo de ayuda económica a la Iglesia católica o a otras confesiones religiosas, precisamente en aras de la paz social y de la labor que realizan. De hecho, la Iglesia católica ya se beneficia de abundantes exenciones fiscales y subvenciones estatales -cuantificadas en muchos miles de millones de pesetas- a cuenta de su actividad en la enseñanza, la sanidad o la asistencia social o penitenciaria.

En ese sentido, los ciudadanos laicos o religiosamente indiferentes de la sociedad española están demostrando más tolerancia y comprensión que determinados sectores de la Iglesia católica dispuestos a imponer o a arrancar al Estado la obligatoriedad a toda costa de una financiación directa de carácter público. Que a estas alturas -y al margen de los propios términos de los acuerdos Iglesia-Estado- se siga recurriendo, como hace el cardenal Suquía, a la desamortización de Mendizábal para justificar esta obligatoriedad no hace sino poner en evidencia la endeblez de su posición argumental.

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