"Vivan los GAL"
Hay tres maneras de ver esta película: una lo mantiene en pie, las otras dos lo derrumban.La primera consiste en hacer abstracción, mientras se contempla, de todo cuanto no sea la interpretación de Gene Hackman -seguido de cerca por la excelente Frances McDorman y más de lejos por Willem Dafoe-, que ofrece una lección maestra en el arte -aquí, como veremos, peor que dudoso- de hacer creíble, por increíble que sea, todo cuanto hace o dice.
A través de la maestría de Hackman, uno puede identificarse con este filme y salir de él creyendo haber visto algo no sólo serio artísticamente, sino edificante éticamente, cuando lo cierto es lo contrario. Tal es la capacidad de convicción que este actor imprime a la pantalla que la electriza y neutraliza el sentido crítico del espectador, su capacidad para discernir si, tras de esa contagiosa magia del intérprete, el director y el guionista del filme le están dando gato por liebre.
Arde Mississipi
Dirección: Alan Parker. Guión: Chris Gerolirno. Fotografía: Peter Biziou. Música: Trevor Jones. Estados Unidos, 1988. Intérpretes: Gene Hackman, Willem Dafoe, Frances McDorman. Estreno en Madrid: cines Coliseurn, Roxy, La Vaguada y (en versión original subtitulada) Rosales.
Dos formas de verla
Las otras dos maneras de ver esta película, complementarias e indisociables, exigen que el espectador observe que el talento de Hackinan en realidad encubre, por un lado, la falta de talento del director y, por otro, la falta de ética del guionista. Arde Mississippi es, en efecto, un filme en que el director británico afincado en el cine norteamericano Alan Parker, conocido por sus inclinaciones a la retórica visual y al subrayado de efectos ópticos y dramáticos, lo que en la jerga se llama efectismo -recuérdense los brillantes globos vacíos de El expreso de la medianoche, Fama o El corazón del ángel-, intenta aquí frenar esa su habitual rétorica e ir al grano de la acción sin sus facilonas distorsiones de ritmo y de encuadre, destinadas a abrumar al espectador con tonantes enfatizaciones que neutralicen la libertad de su mirada.Nuevamente Parker aplasta esa imprescindible libertad del espectador -que es el signo del cineasta de verdadero talento- con aceleraciones estudiadísIlinas del ritmo de la acción, que impiden al espectador reflexionar sobre lo que está viendo; con rupturas interiores de la secuencia, orientadas a ocultar la carencia de ritmo in-terno de esa secuencia; con una banda sonora inquietante, premonitoria y amenazadora, que parece extraída de una película de terror, para crear con ella en el espectador un estado de expectativa, sugestión y pasividad ante lo que ve con una afición al subrayado que resulta humillante para todo degusiador adulto de cine, que no necesita que le digan, como si fuera un ser inmaduro, cuándo ha de tensarse ocuándo ha de relajarse, puea él tiene criterios propios para saber cuando ha de hacerlo. Con mayor comedimiento que otras veces, pero con menos escrúpulos, Parker miente continuamente con la cámara y orienta todo su estilo, que en realidad es sólo amaneramiento, a neutralizar los criterios propios del espectador. Su filme es, de esta manera, un atentado contra el libre albedrío de sus contempladores.
Atentado
Pero es también un atentado contra formas más profundas de la libertad. En efecto, Arde Mississippi es una ficción hipócrita -y aquí-el guionista Gerol¡mo es cómplice de Parker-, pues en realidad ensalza aquello que aparentemente combate.Arde Mississippi cuenta la historia -apoyada en una síntesis de varios sucesos verídicos- de la investigación, por un destacamento del FBI, del asesinato de unos jóvenes militantes de los derechos civiles de los negros por una banda del Ku Klux Klan- La investigación topa con la impenetrable ley del silencio del Klan y, como respuesta a este silencio, el jefe del FBI, un policía que se dice demócrata, decide que, para desenmascarar a la banda racista, ha de emplear los propios métodos que ella emplea. Y así lo hace, entre los aplausos emocionados del respetable.
Si esto no es una apología del atroz principio de que el fin justifica los medios y, por contagio de la situación y de la condición de sus protagonistas, una exaltación desvergonzada del terrorismo de Estado, que vengan los GAL y lo vean.
Y así, mediante su hipnótica aceptación de todo cuanto hace el genio envolvente de Gene Hackinan, el espectador se ve obligado apoyar emocionalmente la barbaridad, indeciblemente reaccionaria, que está viendo en la pantalla.
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