Morir en Fallas
Ya se sabe que vida y muerte andan liadas aquí y en todas partes. Como la famosa pescadilla, los circuitos de reciclado, el ouroboro y el 69. Esto resulta más evidente en las tierras valencianas donde es alta la densidad demográfica, y de aguas fecales, y es notable la feracidad de sus huertas hasta el punto de que penden racimos de oro bajo los arcos de las palmeras, como recuerda nuestro Himno Regional.La tasa de vitalidad ha de ir acompañada, -según la prestigiosa ley del péndulo-,por una gran variedad de siniestros que se encargue, finalmente, de liquidarla y restablecer el equilibrio. Son famosos nuestros crímenes pasionales y el incomparable colorido de las plagas del campo, de los elementos desatados y de las coyunturas adversas del mercado frutícola. A todos ellos hay que sumar las Fallas. Hay que querer mucho a las Fallas para no llegar a odiarlas. Es mi caso.
Las fallas implican, ante todo, un tiberio colosal en forma de madrugadas ruidosas, petardos incontrolados en manos de nenes sádicos, caos circulatorio, subida dolosa, pero regalada de los precios, altavoces callejeros que parecen conectados a los anunciantes de lavajillas y desfiles eternos a toque de corneta.
El propio delegado del gobiemo, Eugenio Burriel, hubo de negociar la atenuación de algunos artículos de la nueva norma de explosivos para asegurar el lucimiento y autonomía de la pirotecnia amateur. Nuestra singularidad se halla a salvo. En los tiempos homogeneizadores que corren es preferible el martirio a la pérdida de uno solo de los mondongos que habitan las entrañas de nuestra peculiaridad. O sea que jodidos, pero contentos.
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