La pulsera de plata
Me parece que nunca lo conté. Estoy seguro. Sucedía, puede ser, en una oscura callecita de una pequeña isla del Mediterráneo. Era ya muy de noche. Las muchachas estaban recostadas sobre la cal de las paredes, en los cerrados portones del callejón. Yo era poco más de un adolescente. íbamos tan sólo a que nos bailaran aquello que tan misteriosamente había comenzado a levantársenos entre las piernas y urgía aquel remedio para que se nos bajara. Yo iba porque aquella vez no había quedado satisfecho, necesitándolo de nuevo. La muchacha me dijo:-Puedo hacértelo otra vez. Pero vale unas monedas más.
Recuerdo que eran muy pocas.
-Verás. Te va a gustar mucho. No sabes lo que es.
Y sacándose de la blusa una bella pulsera de plata con cascabeles, se la colocó en la muñeca derecha. Yo estaba entre radiante y asustado. Había un silencio dichoso en la calleja. El contacto de su puño cerrado endurecía, haciéndomelo crecer, aquello que me estaba oprimiendo. De pronto, rítmicamente, comenzaron a sonar los cascabeles al mismo tiempo que salía la luna. El glin-glin, aunque yo lo sentía allí, brotaba entre mis piernas, pareciéndome lejano, adormecedor. Se detuvo un momento, la mano bañada como de copos de alhelíes blancos. Luego de una jadeada pausa, encontramos el ritmo prodigioso, el glin-glin musical, hasta desvarecerse... Nunca más volví a pasar un sueño tan dulce y armonioso como aquél, acompañado de ese misterioso glin-glin salido de una pequeña pulsera plateada.
¡Oh visiones de aquellos 15 años, entre cales y dunas ondulantes de los litorales gaditanos! Y cuando poco más tarde llegó el momento de amanecer hundidas las sonámbulas manos en la espesura cálida del monte de Venus, era, oh maravilla, como tocar o acariciar la oscuridad y hondura de los orígenes del mundo.
Mi libro Entre el clavel y la espada lo escribí parte en Francia, parte en el mar, camino de Argentina, terminándolo allí, en los campos de El Totoral, en la provincia de Córdoba.
Después de la guerra española, venía yo cargado de muertos, pero lleno a la vez de poemas eróticos, que había comenzado en París.
Escribí 12 sonetos, que titulé 12 sonetos corporales. Había uno, el primero, dedicado a la masturbación, a celebrar el semen blanco que surgía, resbalando, en albas gotas que exaltaban, arrastrando consigo, comparaciones con, todo lo blanco más bello e inesperado: "Lo blanco a lo más blanco desafía. / Se asesinan de cal los carmesíes / y el pelo rubio de la luz es cano. / Nada se atreve a desdecir al día. / Mas todo se marcha de alhelíes / por la movida nieve de una mano".
El placer y la muerte son paralelos. Se dice que en el momento de morir un último estremecimiento seminal corre entre las temblorosas piernas. Como yo quiero que me incineren, deseo que alguna parte de mi ceniza que sintió ese último temblor vaya a refugiarse en el sexo de alguna sirena, para que duerma allí como permanente refugio. Así lo espero.
Yo vi también en mis Sonetos corporales poblarse de pronto de amapolas las ingles de las adolescentes sin camisa, lo mismo que crecer la sangre desasosegada, cual un rumor de espuma silencioso, hasta volverse un feliz campo de batalla. Y también vi cubrir el cielo de la boca del palpitante amor con aquella misma arrebatada espuma extrema...
Cuando desembarqué en Buenos Aires, me esperaba en el puerto el editor Gonzalo Losada. Me convenció de que me quedase en Argentina, pues yo iba para Chile, ofreciéndome su ayuda Me quedé, trabajando en aquel libro, Entre el clavel y la espada (que dedíqué a Pablo Neruda), y al que añadí luego el Diálogo entre Venus y Príapo. Cuando logré que unos buenos amigos argentinos me dejasen su casa en las barrancas del Paraná de las Palmas, alli escribí aquel Eálogo, que añadí poco después a la segunda edici6n de Entre el clavel y la espada. Allí lo escribi en medio de las inundaciones del río, los caballos y las vacas pastando, los negros quebrantahuesos que vivían posados sobre el lomo del ganado ya enfermo, dispuestos a devorarlo no más se desplomase en la tierra. M¡entras componía el diálogo, veía pasar ante mi balcón las presumidas iguanas que me miraban graciosamente. Nunca hico, un poema más erótico, distraído por tantas bellas y naturales cosas que me rodeaban. Yo escribía el diálogo dejándome llevar al mar por la visión, al fondo, del gran río. Así dice Príapo dirigiéndose a Venus: "Golfo nocturno, ábrete a mí bañadas / del más cálido aliento tus riberas. / Sabes a mosto submarino, a olas / en vivientes moluscos despeñadas,/ a tajamares, soles de escolleras / y a rumor de perdidas caracolas". Y Venus le responde, admirativa: "Eres trinquete, / palo mesana, torre indagadora, / y, ardido del más rojo gallardete, cresta de gallo al despuntar la aurora".
La poesía erótica-amatoria, de tiempo en tiempo, puede mucho en mí. Se me presenta pujante, irresistible, influida por los lugares en que me encuentro. El mar me empuja mucho a sentirla, a escribirla. El acto entre los animales me excita. Me divierten los elefantes. Me dan piedad los cerdos, me trastorna la velocidad cruel entre las palomas, me aterran y acongojan los gatos, me espanta el abejorro que clava vertiginoso su lanza en la araña pollito, me apenan los perros, que se quedan pegados hasta que, a veces, algún niño cruel los separa con un cuchillo. ¡Qué desdicha el poco tiempo que dura el encuentro amoroso entre algunas aves, entre pequeños pájaros y otros voladores! Pero no me disgusta el amor entre los indios bolivianos con las muv airosas y presumidas llamas. Me aterra el amor entre los lotios de mar y me da ganas de gritar el sufrimiento entre los rinocerontes... ¡Oh Dios! Pero no hay nada como los juegos preliminares entre los muchachos y muchachas, o las parejas desiguales en años, cuando la imaginación y el deseo siguen dominando. No hay edad. Repito que he visto casarse en el Cáucaso a viejos pastores de más de 110 años con mujeres de 30. ¡Bendita sea la luz, la fuerza de la sangre, el impulso perenne de la vida!
Pero nada como aquella muchacha que en la oscuridad de una calleja marinera me hizo derramar en alhelíes blancos al son del glin-glin de los cascabeles de su pulsera de plata.
Copyright Rafael Alberti.
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