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Una cosecha para el año nuevo

La aparición de tres novelas de otros tantos autores españoles -Benet, Tomeo y Mujáoz Molina- ha hecho reverdecer la vetusta teoría de las generaciones literarias. El autor critica esta clasificación convencional y propone, irónicamente, tomándolo prestado del lenguaje vitivinícola, el término añada.

Vaya por Dios. Ahora que ya creíamos habernos librado para siempre del tan gastado método generacional -bastante desacreditado en los estudios críticos y literarios más de actualidad-, el término "generación" ha pasado al lenguaje más periodístico y común y se emplea más que nunca. Nuestra necesidad de muletas es cada vez más evidente para poder seguir andando. La aparición de tres novelas de otros tantos escritores españoles, de distinta filiación, tendencia e ideología, ha dado pábulo una vez más al viejo sistema, que merece una serie de matizaciones.En primer lugar, si hubiera que buscar una metáfora temporal para los últimos años de la literatura española -los de los realistas, metafisicos, experimentales, novísimos, posnovísimos, transicionales o "nuevos"- habría que emplear más el término vitivinícola de "añadas" que el simplificador de "generaciones". En efecto, como los vinos, tuvimos un año pasado bastante pobre, mientras que el presente parece ofrecer mayores esperanzas. Los años que bordearon el cambio de régimen fueron bastante dudosos en cuanto a calidad -que, sin embargo, abundó a finales de los sesenta-, y las nuevas figuras y tendencias no se llegaron a afirmar hasta mediados de los ochenta. La buena narrativa es, como el buen vino, escasa, pero a veces se concentra misteriosamente en añadas y milésimas. ¡Ah, si los editores descubrieran el secreto y embutieran las novelas prometedoras en las convenientes barricas!

¿Qué cosecha sería entonces la de Juan Benet? Su primer libro publicado lo fue en 1961, pero casi toda la edición de Nunca llegarás a nada no salió de los sótanos del editor, y nos quedamos sin caux aquellos sorprendentes relatos. Y en 1966 Benet reincidía con un excepcional libro de ensayos, La inspiración y el estilo, que tampoco fue muy comentado. Pero es curioso: si se releen ahora aquellos dos libros se verá con toda claridad que en ellos estaba todo Benet, la invención de Región, el gran estilo y la fundación, dato éste que tan bien ha expuesto Nora Castelli en la crítica de.En la penumbra. Aunque, en verdad, habría que ir mucho más detrás de Freud para explicarlo, a las lecturas históricas de Juan Benet, al duque de Saint-Simon, a su afición a la literatura militar, a los clásicos griegos y latinos. Al fin y al cabo, la Biblia y los clásicos influyen más en Faulkner -modelo benetiano por antonomasia- que el propio Sigmund Freud, que asimismo bebió en todo ello. La Biblia vale igual para un roto psicoanalista que para una descosida épica.

Volverás a Región, el libro que fue sacando de la clandestinidad a Benet apareció fechado en diciembre de 1967. En verdad no fue distribuido hasta la Semana Santa del año siguiente, y así empezaron a deteriorarse las relaciones entre el escritor y su editor de entonces. Nunca han vuelto a juntarse, y hasta ha habido pleitos entre ambos.

Realismo social

Por las fechas, sin embargo, cabrá deducir que Juan Benet pertenece a la generación del realismo social, a la de los Aldecoa, Goytisolo, Sánchez Ferlosio o Luis Martín Santos. Y si es cierto que la persona de Juan Benet pertenece históricamente a dicha generación, literariamente está muy alejado de ella, salvo del último Sánchez Ferlosio, que también lo está de sí mismo después de tanto tiempo. En realidad, unir todos estos nombres -y muchos más que son y están, sólo los he citado a título de síntoma- estremece, pues sus libros son muy diferentes entre sí.

Toda generación confunde.

Y además, no coexisten ahora tres generaciones en las letras -o en la novela- españolas, sino por lo menos cuatro, si es que no hay más. El producto más arriesgado del año pasado fue, sin duda, Cristo versus Arízona, de Camilo José Cela -y la verdad se está abriendo paso, desde luego-, que volvió a cambiar y a j ugárselo todo una vez más. Y uno de los más vendidos, Filomeno a mi pesar, de Gonzalo Torrente Ballester, flamante, divertido y sugestivo pren-úo Planeta. Habrá que contar, por tanto, con una generación más, la de Cela y Torrente, en pleno funcionamiento también, y ello si decidimos que Cela y Torrente -o estos libros- pertenecen a la misma generación, de lo que me permito dudar dadas sus ostensibles diferencias.

O sea que Benet no pertenece a su generación -me refiero a sus libros, claro está, ni Cela a la de Torrente, y además no hay tres sino cuatro generaciones, lo que ya es el colmo. Para terminar -por ahora, dado mi ahogo espacial- con Juan Benet, diré que quien no sepa leerlo mejor que lo deje. Nada tiene que ver con los habituales y manidos métodos de lectura, y quien lo enfoque así saldrá escaldado. Juan Benet es la fundación y el gran estilo, dos términos casi ausentes tradicionalmente en nuestra literatura. Recuerdo cómo definía C. S. Lewis al mal lector: nunca lee nada que no sea narración -y nunca poesía-, carece de oído, no es sensible al estilo, pide narraciones rápidas en las que el elemento verbal se reduce al mínimo, y así sucesivamente. Juan Benet predica todo lo contrario.

Y habrá que pasar al último dato. 1967 fue también la fecha en la que Javier Tomeo publicaba su primera novela, El cazador, que asimismo pasó casi absolutamente desapercibida; como sabemos, Tomeo persistió tenaz y casi absurdamente en su carrera, que se le resistió todo lo que pudo, y no conoció el éxito -primero relativo casi hasta hoyhasta esta década de los ochenta.

Y aún hay más. Javier Tomeo, que ahora viene a representar otra generación después de la de Benet, no sólo empieza a publicar casi a la vez sino que es sólo cuatro años menor que el anterior. Y si hemos deducido que Juan Benet no tiene generación, ¿cuál será la de Javier Tomeo? Al menos podríamos incluirlos en la añada de 1967, aunque nadie se hubiese dado cuenta entonces, y posiblemente sus libros también rechazarían esta apelación tan descontrolada. Dejémoslo en que, a finales de los sesenta, la novela española empezaba a despegar de sus males hemiseculares.

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