De Khyber a Salang
La intervención militar soviética en Afganistán desencadenada en diciembre de 1979 se presentaba como una operación relativamente aseada, basada en la colaboración con al menos una de las facciones del partido comunista local -el Parcham-, y garantía de la satelización de un aliado en las fronteras meridionales islámicas de Moscú. Un cálculo muy similar habían hecho el Reino Unido, cuando en abril de 1839 el gobernador general de la India, lord Auckland, pensó que la defensa adelantada de las posiciones británicas en el subcontinente indostánico se hallaba más allá del paso de Khyber en la planicie que domina Kabul.Los resultados de esa decisión fueron las guerras angloafganas de 1839-1842, 1878, 1880, y 1919; la evidencia de que el país era inconquistable o cuando menos de insostenible ocupación; y la de que el control de los asuntos exteriores afganas, que Londres había obtenido en 1881, no resistiría la conmoción de la primera contienda mundial, en la que el monarca afgano Amanula no sólo se negaría a declarar la guerra. a las potencias centrales, sino que en 1919 se libraría tras un breve enfrentamiento de cualquier tutela británica.
En el largo siglo XIX que va de las guerras napoleónicas al arreglo de Versalles en 1919, toda Asia, excepto el modernizado Japón, sufría el asalto extranjero a través de la ocupación directa como en la India o en Indochina, o el sistema de las concesiones económicas y territoriales como en China. Cuando algún Estado lograba preservar su existencia, caso de Siam, lo era únicamente porque convenía como territorio tampón a las dos grandes potencias coloniales, Francia y el Reino Unido, y su independencia era sólo formal
Afganistán, por el contrario, combatió siempre la presencia extranjera que trepaba por el desfiladero de Khyber hasta la altiplanicie, infligiendo a la Inglaterra victoriana un Annual anticipado, cuando 4.500 británicos y más de 10.000 auxiliares indios emprendieron la retirada desde Kabul en enero de 1842, y bajo el hostigamiento enemigo apenas unas docenas de supervivientes llegaron a las tierras bajas del subcontinente.
La política exterior afgana ha mostrado siempre una notable coherencia, desde los tiempos de la democracia tribal del XIX, pasando por Amanula, el Ataturk afgano, que en los años veinte prohibía el uso del velo, sacaba a las mujeres de la reclusión del purdah y daba al país una constitución, hasta la monarquía de consenso más que democrática del rey Zahir, destronado en 1973.
El Gran Juego diplomático de Kabul, contrapuesto al imperial que rimaba Kipling, fue el de oponer los intereses del zarismo y luego de la Unión Soviética a los del Reino Unido, buscando en ese equilibrio la virtud de la independencia nacional. Ese juego de vasos comunicantes se quebré, sin embargo, con la dictadura de Mohamed Daud, y la proclamación de la república en julio de 1973. El general Daud, primo del monarca, rompió ese delicado equilibrio recurriendo en exclusiva a la Unión Soviética desde una actitud de neutralidad activa, en lugar de mantenerse en la pasiva cancelación de influencias contrarias, como había acostumbrado la política afgana. El régimen militar quería mantener al país en un auténtico no alineamiento, pero consolidó una relación especial con Moscú, lo que probablemente fue un factor para excitar la pasión soviética por el redondeo de límites fronterizos. Ello condujo al golpe de Estado del comunista del grupo Parcham Mohamed Taraki en abril de 1978, y de ahí a la URS S a despeñarse en el error de la intervención militar. Un Leonid Breznev, cuya salud se deterioraba rápidamente, se vio entonces dominado por una línea dura, que aparentemente ya triunfaba en Angola y en Etiopía por intermedio del Ejército cubano; y el espejismo reflejado en las vacilaciones del presidente Carter hizo creer a la Unión Soviética que los límites del reparto mundial de esferas de influencia podían alterarse sin demasiado riesgo.
Hoy, 15 de febrero, Moscú abandona Afganistán por un paso rocoso, el de Salang, al igual que Londres se adentró por otro, el de Khyber, para invadir el país hace siglo y medio. Una guerra de casi 10 años, cerca de 15.000 muertos y varias veces ese número de heridos, un crédito político maltrecho ante el mundo islámico, y unos recursos preciosos derrochados en una aventura para la que no se tuvo memoria histórica, demuestran que sólo hay una cosa más difícil que entrar en Afganistán; y esa es salir del país.
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