A ojo de buen cubero
LA ESTAMPA del ministro de Justicia Enrique Múgica, dando con una mano a los jueces lo que su departamento les viene negando con la otra muestra hasta qué punto la improvisación, la incoherencia y las contradicciones han hecho presa en la política gubernamental de reforma de la Administración de justicia. El actual titular de Justicia ha dado alguna prueba, a lo largo del medio año que lleva en el cargo, de su predisposición a enmendar decisiones erróneas y a atender demandas razonables. Pero la facilidad aparente con que se acepta ahora lo que hasta poco antes se rechazaba produce la sensación de que se está actuando con algo de alegría y con un más que evidente afán acomodaticio.Poco después de su nombramiento, Enrique Múgica asumió el riesgo de retirar de la circulación un proyecto de ley de reforma del proceso penal -preparado con fruición por el equipo del ex ministro Ledesma y que contaba con el beneplácito del Gobierno- que atribuía al ministerio fiscal y a la Policía Judicial facultades desorbitadas que ponían en peligro las garantías del justiciable. Y ahora no ha dudado en ridiculizar las previsiones gubernamentales sobre los juzgados de lo penal aceptando las de los jueces, que cifran en 32 el número de juzgados de este tipo para Madrid, justo el doble de los oficialmente previstos. Pero si de sabios es rectificar, y mejor si se hace cuanto antes, ello no exime al gobernante de responsabilidad por la política errónea practicada con anterioridad. Ministro y ministerio no son entes distintos ni separables. Cuando Múgica contradice a su equipo, en realidad se está contradiciendo a sí mismo, y eso en política suele ser bastante nefasto.
En el caso concreto que nos ocupa, las previsiones -más bien imprevisiones- de la recién estrenada ley de Demarcación y Planta Judicial y del real decreto de 3 de febrero que la desarrolla confirman la tradicional cicatería del Gobierno para dotar a la atosigada maquinaria judicial española de los medios suficientes para ejercer su función. Que estas situaciones lleguen a producirse -con un grave perjuicio para el ciudadano, que observa atónito cómo pasa el tiempo sin que se resuelvan los males de la justicia- se explica por el empecinamiento del Gobierno en decidir por sí solo en cuestiones que afectan al funcionamiento del poder, jurisdiccional del Estado y en proyectar sobre la función de los jueces criterios productivistas de corte fundamentalmente cuantitativo, inapropiados para la calidad de decisiones que afectan a los derechos y libertades de los ciudadanos. No es extraño que una política judicial diseñada desde estos presupuestos, y que no ha sido debatida y mucho menos consensuada con el Consejo General del Poder Judicial, se muestre a la postre inviable y deba ser rectificada o anulada por la fuerza de los hechos o por la razonable presión de quienes deben aplicarla.
La insuficiencia de las previsiones de la ley en cuestión sobre el número necesario de juzgados de lo penal -la sentencia del Tribunal Constitucional de 12 de julio de 1988 ha hecho que recaiga sobre ellos una avalancha de juicios sobre delitos menores- había sido señalada con reiteración por el Consejo General del Poder Judicial. De acuerdo con estas previsiones, a los jueces de lo penal de Madrid y Barcelona les habría correspondido dictar sentencias como churros, cinco o seis al día, es decir, entre 1.500 y 2.000 cada año. Algo obviamente imposible, a no ser que lo que el Gobierno pretenda sea que los jueces condenen o absuelvan a ojo de buen cubero.
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