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Tribuna
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Una Europa más social

La histórica vocación universal de Europa la sitúa hoy en vanguardia de la solidaridad mundial. El convenio de Lomé, firmado en 1975 y que ligaba la Comunidad con 66 países de África, el Caribe y el Pacífico, fue la forma más visible, gracias a Claude Cheysson, que asumió esa solidaridad. Hoy estamos comenzando las negociaciones para la cuarta versión de ese convenio, y puede comprobarse la degradación del espíritu inicial, pues, de más en más, las ayudas previstas en ese acuerdo se subordinan a la política de ajuste estructural de países peticionarios. De tal manera que, como escribe Alain Gresh, "un crédito que le corresponda a un país en función del sistema stadex puede negársele si no aplica esa política de ajuste".Bajo el término técnico de ajuste estructural hay que entender la política de liberalización total del comercio exterior que predica el Banco Mundial. Olvidando que, como nos recuerda Gresh, los países en desarrollo signatarios de Lomé han perdido en los últimos siete años, gracias a esa política y a causa de la fluctuación de los precios de las materias primas, más de 147.000 millones de dólares (cifra muy superior a su deuda exterior conjunta). Europa necesita, pues, afirmar su autonomía y su especificidad frente al Banco Mundial y completar Lomé con un proyecto global de más ambición y calado que contribuya a la estabilización de los precios de las materias primas -financiación de stocks reguladores, etcétera- y sobre: todo plantee una reestructuración de las relaciones entre Norte y Sur. La feliz coincidencia de dos españoles, presidente del Consejo y comisario correspondiente, representa una excelente oportunidad para iniciar este nuevo proceso.

Vengamos a la Europa social, tema de extraordinaria importancia. Los lectores recordarán la anécdota del plan de desarrollo económico en tiempos del franquismo, al que de pronto, y como en su momento puso de relieve José Luis Sampedro, se le añadió casi de tapadillo el adjetivo de social. Pues exactamente lo mismo ha sucedido con el Acta única, que en su título V aparece apostillada como tratado de la cohesión económica y social, aunque esta calificación sea de última hora y la dimensión social estuviera totalmente ausente en el Libro Blanco preparatorio.

Coartadas retóricas

Quiero decir con ello que la orientación no dominante, sino prácticamente exclusiva del Acta única, más que económica, es economicista, y que las alusiones a lo social son puras coartadas retóricas. Lo cual no es nuevo, como lo prueba el destino de las diferentes directivas de contenido social ya desde los años setenta. Por eso pienso que en este punto el gran objetivo de Felipe González debe ser hacer existir un poco el espacio social europeo, consiguiendo desbloquear la masa de directivas paradas en el Consejo Europeo desde hace tantos años.

En particular, la directiva del socialista Vredeling sobre consulta a los trabajadores de las empresas multinacionales; la directiva quinta, que preveía una participación de los trabajadores en el consejo de vigilancia de la sociedades anónimas europeas; las directivas sobre duración del trabajo, el trabajo de tiempo parcial, el trabajo de temporada, etcétera. En todos estos casos no se trata de algo nuevo, sino de asuntos que se están muriendo de viejos, pero que siguen siendo de dramática actualidad en la mesa del Consejo Europeo.

Lo cual significaría, además, un apoyo decisivo a la creación del zócalo social comunitario que nos ha prometido Jacques Delors: libre circulación de las personas, higiene y seguridad en el trabajo, formación profesional, solidaridad con los parados, estatuto de la sociedad anónima europea, etcétera.

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La Comisión encargó a Paolo Cechini un informe sobre el coste de la no-europea -es decir, sobre las consecuencias del fracaso del Acta Única-, que ha sido publicado bajo el título de 1992, el desafío. En él se evalúa en cinco millones el número de puestos de trabajo que generará la supresión de barreras aduaneras. Un convincente estudio del Instituto Sindical Europeo problematiza muchos de los argumentos del informe Cechini y sobre todo impugna las consecuencias sociales positivas del Acta Única si no se aborda a fondo el tema social del mercado único y se acompaña éste con el lanzamiento de una política de nuevas iniciativas económicas europeas.

Europa es una difícil ambición que sólo puede acometerse con una ambiciosa y decidida voluntad política. Por eso nos ha sabido a tan poco la declaración del presidente en ejercicio del Consejo sobre el programa de la presidencia española que hemos oído días atrás en el hemiciclo de Estrasburgo. El Acta Única ha sido presentada por sus autores como un exhaustivo inventario de medidas y procedimientos técnicos sin más finalidad que la de acelerar el proceso de creación de un espacio económico común. Lo que no es exacto, pues bajo esa aparente neutralidad de los expertos, lo que se nos ha propuesto y está comenzando a tomar pie irreversible es un específico modelo de sociedad, el predilecto de la señora Thatcher.

Y no deja de ser paradójico que la vulgata del economicismo conservador de la señora Thatcher, que es y se proclama antíunión europea, se haya convertido en la vulgata ideológica de la construcción europea actual. ¿Cabe esperar que 1989, bajo presidencia socialista, invierta el signo? ¿Cabe esperar que los intereses de los trabajadores y de los ciudadanos, el gran salto de la Europa institucional, la efectiva creación de la Europa social, el espacio jurídico europeo de los derechos humanos, el lanzamiento de nuevas iniciativas europeas de crecimiento, la inequívoca solidaridad con el Tercer Mundo, se constituyan en ejes de la política europea? ¿Cabe que la política de la mano visible de Felipe González y de Mitterrand sustituya a la mano invisible del mercado desreglamentado de la señora Thatcher?

Ésa es la gran apuesta de hoy. Sobre sus logros, y no sobre la explotación televisiva de las múltiples reuniones del jefe del Gobierno con sus homólogos europeos o sobre el fasto de la cumbre de Madrid en junio próximo habrá que juzgar a Felipe González. Dicho sea no con la espada en alto, sino con la exigente esperanza de una tan larga y en ocasiones dramática espera.

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