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RELEVO EN LA CASA BLANCA

Bush promete que EE UU será más generoso y tolerante

Francisco G. Basterra

Con una "mano tendida" al mundo y la promesa de una Norteamérica más generosa y más tolerante, George Herbert Walker Bush tomó a mediodía de ayer posesión como 41º presidente de Estados Unidos, cerrando la página de la presidencia de Ronald Reagan y abriendo un nuevo capítulo político, posiblemente menos espectacular, pero más realista. Bush (64 años), un profesional de la política, republicano moderado, sin carga ideológica, juró su cargo ante el ala oeste del Congreso, frente a los monumentos de la imperial Washington, poniendo su mano izquierda sobre la Biblia utilizada por George Washington hace 200 años. Bush, con traje de calle y corbata color perla, pronunció las 35 palabras del juramento, que recibió el presidente del Tribunal Supremo, William Rehnquist. Hereda una prosperidad económica y una paz internacional que le permitieron afirmar que "es un momento rico en promesas, pero podemos hacerlo mejor".

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En un discurso de 20 minutos, muy alejado de la celestial retórica de los años de Reagan, Bush prometió continuar la aproximación a la Unión Soviética, con esperanza, pero "vigilantes". "Ofrecernos al mundo un nuevo compromiso y una nueva promesa: nos mantendremos fuertes para proteger la paz. La mano tendida es un puño abierto, pero el puño, una vez que se forma, es fuerte y puede ser utilizado con gran eficacia", advirtió Bush, que llega a la Casa Blanca con más experiencia internacional que ningún otro presidente en la historia. Aseguró que EE UU cumplirá su palabra, hablará claramente y reforzará sus tradicionales alianzas. Habló de una "nueva brisa que sopla", con el final de los dictadores y del totalitarismo y sus viejas ideas. Pero no hubo, sin embargo, históricas frases o afirmaciones de liderazgo mundial, de "pagar cualquier precio" en la defensa de la democracia, y sí un reconocimiento de los límites del poderío de esta superpotencia al comienzo de los años noventa.

A las 12.40 horas, con un saludo militar, los presidentes saliente y entrante se despidieron a la entrada del Congreso. Y Reagan y su era se desvanecieron en la historia sobre el cielo despejado de Washington, en un helicóptero, rumbo a California. A las tres de la tarde, los Bush hicieron su entrada definitiva en la Casa Blanca, después de almorzar en el Congreso y antes de presidir durante dos horas el tradicional desfile de carrozas que celebra el día más grande de la democracia norteamericana.

Antes de Bush juró la vicepresidencia el joven y polémico Dan Quayle (41 años y una dudosa preparación para el cargo). Barbara Bush y Marilyn Quayle vestían sendos abrigos azules, dejando el granate para Nancy Reagan, que dejó escapar algunas lágrimas en la histórica ceremonia, abierta por el rey de los predicadores norteamericanos, el reverendo evangelista Billy Graham, y cerrada por el canto del himno nacional por el sargento del Ejército Alvin Powell, de raza negra. El Gotha de la política norteamericana, el cuerpo diplomático y 100.000 ciudadanos de a pie contemplaron el fin de una era y el comienzo de otra.

Una nación endeudada

Bush, reconociendo la realidad de una nación endeudada y con un déficit fiscal de 160.000 millones de dólares (alrededor de 18,5 billones de pesetas), advirtió que "no hay dinero" para una política de activismo gubernamental ni para continuar el rearme. Habló de garantizar una "seguridad prudente". Pidió en cambio a sus conciudadanos -y aquí se distinguió sobre todo del reaganismo- generosidad, sacrificio hacia los demás y un menor culto al becerro de oro. Y prometió que su presidencia no será indiferente a la pobreza y será "más compasiva".

Recordando la importancia de viejos valores como el trabajo, el deber y el sacrificio, el nuevo presidente dijo que "no somos la suma de nuestras posesiones. No son la medida de nuestras vidas. No podemos esperar a dejar sólo a nuestros hijos un coche más grande y una cuenta corriente más repleta". Pidió que Norteamérica sea más generosa y recobre altos principios morales.

El país está optimista en esta tibia mañana de enero, casi primaveral en Washington, satisfecho con su prosperidad y sin nubarrones en el horizonte internacional, según reflejó ayer una encuesta nacional de The New York Times y la cadena de televisión CBS. Pero los norteamericanos no esperan milagros de la Administración de Bush. Las expectativas, que el nuevo presidente ha ayudado astutamemte a reducir, son bajas. Los ciudadanos estiman (un 75%) que no será capaz de equilibrar el presupuesto en los próximos cuatro años, ni reducirá sustancialmente el problema de la droga o de la pobreza urbana. También la gran mayoría ve inevitable una subida de impuestos, aunque el nuevo presidente haya prometido lo contrario. Sin embargo, el 68% ve por delante un futuro optimista.

George Bush, que había dormido en la Blair House, inició el día más importante de su vida acudiendo a la iglesia episcopaliana de Saint John, frente a la Casa Blanca, la iglesia de los presidentes, para rezar y pedir "fuerza" que le ayude en su nuevo cargo. Atrás quedan 22 años de servicio público con una única ambición, la presidencia, que llevaron a Bush desde un escaño en el Congreso a la presidencia del Partido Republicano en los negros días del Watergate, a la Embajada en la ONU, a la Embajada en Pekín, a la CIA y a la vicepresidencia, para derrotar el pasado 8 de noviembre en la batalla decisiva a Michael Dukakis.

A las once de la mañana, después de visitar por última vez la Casa Blanca como vicepresidente, George Bush, el siempre leal número dos, se sentó, con Ronald Reagan y las esposas de ambos, en el nuevo Lincoln presidencial, que se estrenaba ayer (600.000 dólares), para dirigirse al Congreso a través de la Pennsylvania Avenue, convertida ayer para 40 millones de norteamericanos, que siguieron la transmisión de poderes por televisión, en la Main Street (calle Mayor) de América. Ronald Reagan dejaba por última vez la Casa Blanca, aún presidente.

Sucede Bush a un presidente que llegó a Washington hace ocho años como un outsider, decidido a disminuir el peso del Gobierno y de la burocracia federal y a contener al comunismo. Y se va habiendo conseguido lo primero sólo a medias y con el asombro de haber concluido la guerra fría, dejando las relaciones con la URSS mejor que nunca desde la época en la que los dos países fueron aliados durante la II Guerra Mundial.

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