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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El nuevo Japón

EL DIFUNTO soberano japonés, Hirohito, que murió ayer tras más de 100 días de dilatada agonía, fue el tercer miembro de su dinastía que ascendió al trono desde lo que se considera en su país el inicio de la edad contemporánea, la llamada era Meiji. Ese nuevo Japón nace en 1868 con el comienzo del reinado del abuelo del emperador fallecido, Matsuhito, y la adopción de la primera constitución de la historia. japonesa. En su extensísimo reinado, que comenzó en 1926 bajo el lema Showa (la paz y la armonía), Hirohito ha encarnado una profunda transformación de la monarquía, desde la encarnación personal de la divinidad por el soberano hasta la asunción de la terrenalidad y la constitucionalidad de su mandato.Durante los 62 años del reinado de Hirohito, a quien ahora sucede su hijo Akihito, Japón ha recorrido un largo camino de expansión imperial; ha combatido en dos guerras mundiales; ha conocido brevemente una trágica hegemonía en el Asia que quiso congregar en la llamada esfera de coprosperidad de los años cuarenta; ha sufrido una devastadora derrota que sellaba en 1945 el estallido de las dos únicas bombas nucleares que jamás se hayan lanzado contra objetivos de guerra, en Hiroshima y Nagasaki, y se ha convertido, en el largo sprint iniciado en los sesenta, en la segunda potencia económica mundial, si no ya a punto de transformarse en la primera.

La necesidad de reescribir la historia cuando de personajes contemporáneos se trata, se ha ejercido vastamente con la figura y el reinado del emperador japonés. Aunque sus prerrogativas no fueron nunca las de un soberano absoluto, en el Japón oligárquico presidido por la constitución de 1868, el tenno, el príncipe celestial, gozaba de extensas facultades de intervención que le convertían, al menos dé hecho, en uno de los poderes del Estado.

La fase más contemporánea de la agresión japonesa a sus vecinos se inició en 1910 con la ocupación de Corea y siguió con la humillante presión sobre China tras la Primera Guerra Mundial, para culminar con el desgajamiento de Manchuria y la guerra abierta contra Pekín desde 1937, en los primeros años del longevo reinado del emperador ahora fallecido.

Cuando se recuerda hoy la historia, y también cuando se escriben los libros de texto sobre ese inmediato pasado, se oscila en Japón entre la esfumación de la personalidad imperial o la cuidadosa apología que presenta al emperador como una víctima pacífica y pacifista de las circunstancias. No han faltado, sin embargo, en Occidente los autores con puntos de vista mucho más radicales sobre la intervención imperial en la agresiva política del país del Sol Naciente. Al contrario que los más altos representantes de otros miembros del Eje, que no pudieron esperar clemencia de los vencedores, la potencia ocupante de Japón, Estados Unidos, y su virrey, el general MacArthur, estimaron oportuna la conservación de la figura imperial como elemento de estabilidad en un universo devastado. Desde entonces, como medida de prudencia quizá, la persona de Hirohito, al tiempo que perdía su naturaleza divina, se convertía en una especie de museo cerrado al público. La deificación imperial se había consolidado en tiempo del emperador Meiji, precisamente para compensar la promulgación de una carta constitucional; el regreso a la Tierra de Hirohito subrayó, al contrario, su alejamiento físico, parapetado en su dedicación de jardinero y notable científico de afición.

El Japón de fines del siglo XX, con una democracia perfectamente asentada, poco tiene que ver con la pesadilla imperial de hace medio siglo. Tokio está recreando en estos últimos años aquel mismo marco de preponderancia económica que le llevó a la segunda guerra, pero sobre una plataforma muy distinta de cooperación y entendimiento con Occidente; por añadidura, China, el inevitable contrapeso del poder nipón, no se parece en nada a aquel gigante exangüe de los años treinta, y una variedad de pequeños Japón, Singapur, Taiwan, Corea del Sur, componen un cuadro histórico en la zona muy diferente del tiempo de entreguerras. El duradero Hirohito, probablemente más objeto que sujeto de la historia, desaparece cuando ya nada es lo que era. El mundo parece haber salido ganando con el cambio.

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