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Tribuna:POLÉMICA SOBRE LA POLITICA ECONÓMICA DEL GOBIERNO
Tribuna
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Mi amigo Pepe

Tengo un amigo que se llama Pepe. Él, como Julio Alcaide y como el Juan español, de Ricardo Cantalapiedra, no pertenece a ninguna institución o partido. Está libre, por tanto, de la esquizofrenia en que, desde un tiempo acá, nos movemos aquellos que portamos dos carnés: el socialista y el ugetista. Mi amigo Pepe es simplemente técnico, eso sí de izquierdas; porque, aunque parezca mentira, de cuando en cuando la madre naturaleza, que es un poco caprichosa, realiza esos extraños maridajes, y además porque él piensa que se es de izquierdas o de derechas aun cuando no se esté afiliado a un partido o sindicato.Pepe leyó atentamente el artículo de Julio Alcaide (EL PAÍS, 28 de noviembre) y llamó mi atención sobre lo caprichosos que son los datos y las diversas conclusiones que se pueden extraer de ellos. El, desde luego, no está de acuerdo con el artículo, y, sin cuestionar los números que aparecen en el mismo para no perderse en una guerra de cifras, llega a resultados muy dispares. Se pregunta, por ejemplo, por la razón metafísica que justifica que una política económica se apunte, en su haber la creación de los 800.000 puestos de trabajo de los últimos años, y no anote en su debe la destrucción de 1.356.000 de los años anteriores, porque mi amigo cree que, en unos y en otros años, la línea imperante ha sido idéntica, porque idénticos han sido los mensajes, las instituciones que los han emitido y las personas que los han inspirado.

Él conoce, desde luego, lo de la crisis mundial, la subida del precio de las materias primas y la fuerte dependencia que la economía española tiene del exterior, y estaría tentado a exonerar de culpa, al menos parcialmente, a la política económica, pero lo que ya leí resulta un poco duro es dar un tratamiento asimétrico y cantar las alabanzas de la misma cuando se está tan sólo recomponiendo parcialmente lo destruido en los años anteriores. Piensa que ahora también existe la economía internacional, la bajada de los precios del petróleo y hasta una postura diferente de los sindicatos, que han forzado en materia salarial una política más expansiva. Pepe dice que recuerda y no le gustaría aplicar a los momentos presentes aquella coplilla de nuestra tradición literaria: "El señor don Juan de Robres, con caridad sin igual, hizo hacer este hospital y primero hizo a los pobres". En economía nunca se puede repetir el experimento, por ello es dificil saber lo que habría ocurrido de haberse aplicado medidas de política económica diferentes.

Mi amigo, que es un hombre razonable, acepta de buen grado que en estos años la tasa de inflación se ha reducido sustancialmente. Es consciente del peligro que para una economía tiene una subida galopante de precios y conoce también los efectos nocivos que la inflación puede causar al comercio exterior, si no se compensa vía tipo de cambio. Pero de lo que ya no está tan seguro es de que el control obsesivo del índice de precios al consumo deba situarse en el centro de la estrategia económica y de que al mismo haya que sacrificar cualquier otro objetivo, sobre todo cuando este sacrificio recae exclusivamente sobre las clases más modestas. A los trabajadores, más que la cuantía de la tasa de inflación, lo que realmente les importa es la variación de su poder adquisitivo, es decir, la relación de aquélla con el incremento de sus salarios monetarios.

El signo de la inflación

Pepe no cree que la inflación sea de derechas o de izquierdas, la inflación es tan sólo un problema económico; lo que sí ciertamente es de derechas es defender que las rentas más bajas deban sufrir incrementos inferiores a los que experimenta el índice de precios al consumo. Y ésta ha sido, desde luego, la realidad al menos hasta el año 1986. En esto coinciden mi amigo Pepe y mi también amigo Julio Alcaide, en lo que ya no coinciden es en lo referente a los años 1987 y 1988, porque si el poder adquisitivo de los asalariados se hubiese incrementado no habría sido por, sino más bien a pesar de, la política económica prevista, y gracias a la postura reivindicativa asumida por los sindicatos.

Mi amigo piensa además que el salario medio por persona es eso, una media, y que en toda media hay quien se come el pollo y quien se come la lechuga, aunque después en las estadísticas aparezca que se han comido medio pollo y media lechuga cada uno. Mi amigo se fija concretamente en el salario mínimo interprofesional, que afecta directa o indirectamente (vía seguro de desempleo, pensiones, etcétera) a un gran número de trabajadores que ha perdido, desde el año 1980, 15 puntos de poder adquisitivo. En octubre de 1979, dicho salario ascendía a 20.660 pesetas, mientras que las 42.150 del año 1987, en pesetas de 1979, representan tan sólo 17.867.

En contraposición, Pepe escucha continuamente los fuertes incrementos que se producen en los beneficios empresariales, en especial en los de las empresas más grandes e importantes. Conoce que, según la contabilidad nacional, desde 1977 hasta 1987, la remuneración de los asalariados ha perdido, a favor del excedente bruto de explotación, seis puntos de participación en la renta interior bruta, y llega a la misma conclusión cuando analiza los datos de la central de balances del Banco de España. Según esta fuente, a lo largo de todos los años, desde 1982 a 1987, los incrementos en la partida de sueldos y salarios han sido inferiores a los que ha experimentado el excedente bruto de explotación, concretamente el año 1987 presenta una de las mayores diferencias (8,3% salarios, frente a un 20,6% del excedente).

A la vista de estos datos, a mi amigo le resulta un poco incomprensible que se quiera culpar de la inflación a los salarios, éstos apenas han hecho otra cosa en estos años que defenderse malamente de ella, y le preocupa que se olvide de manera sistemática que los precios los fijan los empresarios. La estructura económica actual dista mucho de aquella idílica situación de libre competencia que quizá sólo existió en los libros, y donde las empresas no tenían ningún poder sobre el nivel de precios. Él afirma que una política de rentas debe dirigirse a todas las rentas y no solamente a las salariales.

Las modificaciones en las previsiones de inflación de 1988 van a perjudicar, sin lugar a dudas, a las rentas más bajas, ya que muchas de ellas no van a ver incrementadas sus percepciones en la misma cuantía. A mi amigo no le parece justo que un error en las estimaciones tenga que dañar, precisamente, a las familias con menores recursos, y sobre todo no entiende por qué si los ingresos del presupuesto se incrementan automáticamente con la inflación, no pueden actualizarse al menos algunas partidas de gastos, aquellas que inciden sobre la política redistributiva.

El problema número uno

Pepe está de acuerdo en que el paro es el problema número uno de la economía española, de lo que no está muy seguro es de que cualquier procedimiento sea bueno para combatirlo. Le viene a la memoria lo que Manuel Castells escribía sobre la política de Reagan (EL PAÍS, 17 de noviembre): en Estados Unidos se habían creado en los últimos años siete millones de nuevos puestos de trabajo, y por término medio se había mantenido el salario real de la familia a los mismos niveles de 1970, pero con una diferencia: ahora era necesario que trabajasen dos miembros para obtener el mismo nivel de vida que antes compraba un solo salario. La precarización del empleo no es un detalle sin importancia.

Mi amigo no cree que la creación de puestos de trabajo dependa de las ayudas financieras que el Estado conceda a los empresarios, ya en el AES se pactó una deducción fiscal en el impuesto sobre la renta y en el de sociedades de 500.000 pesetas por cada nuevo empleo creado sin que se viese la eficacia de la medida en los años posteriores.

En los momentos de recuperación económica en que nos encontramos, mi amigo piensa que es lógico que se generen nuevos, puestos de trabajo, pero este incremento del empleo nada o m uy poco tendrá que ver con las subvenciones estatales, éstas tan sólo servirán para abaratar costes e incrementar, por tanto, los beneficios empresariales a expensas del presupuesto, es decir, de todos los españoles.

Una vez más, Pepe comparte con Julio Alcaide las cifras: la presión fiscal y el gasto público se han incrementado en los últimos años, pero discrepa en la afirmación de que este hecho por sí mismo sea ya un elemento positivo para una posición de izquierdas. Ciertamente, es una condición necesaria, pero no suficiente, todo depende de cuáles hayan sido los criterios para incrementar la recaudación y a qué clase de gastos se hayan dedicado los fondos recaudados, y aquí mi amigo realiza una larga exposición sobre la política fiscal y sobre la composición y evolución del gasto público. Eso sí, todos sus razonamientos los realiza en pesetas constantes o en porcentajes sobre el PIB, porque dice que en pesetas nominales las magnitudes se duplican y se triplican con una gran facilidad, y además no tienen ninguna significación. La limitación natural de este artículo me impide transcribir la totalidad de su discurso, tan sólo a modo de resumen comentaré una de las variables que le parecía más significativa: la evolución del total de las prestaciones sociales (pensiones, seguro de desempleo, incapacidad laboral o protección familiar). Desde 1982 a 1987, esta partida ha perdido dos puntos porcentuales en el total de gastos de las administraciones públicas y se ha mantenido prácticamente constante su participación en el PIB. A pesar de haberse incrementado casi un millón, tanto los pensionistas como los parados.

Por otra parte, mi amigo considera que es un error separar y contraponer a trabajadores, parados y pensionistas. Dado el bajo nivel de cobertura de desempleo y las cuantías reducidas de las pensiones, ha sido la estructura tradicional de la familia la que ha soportado los efectos perjudiciales de la crisis.

Mi amigo, en esto, sí está de acuerdo contigo, y se pregunta si son necesarias muchas más razones. Todo esto lo dice mi amigo, yo no, yo no opino, yo permanezco en la esquizofrenia.

Juan Francisco Martín Seco es economista.

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